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Sentimientos

“Lo importante no es tu credo o religión, lo realmente importante es lo que siente tu corazón.” Yesid Muñoz Nat Myst
César Valdeolmillos
lunes, 6 de abril de 2015, 23:48 h (CET)
Las calles y plazas del mundo, aún huelen a cera e incienso. Las lágrimas han resbalado por las mejillas de millones de fieles cuando en cualquier plaza Mayor, Cristo se ha encontrado frente a la Madre Dolorosa transida de dolor, contemplando el despojo humano que con nuestros pecados hacemos a diario de su divino hijo. Se estremece el corazón ante la imagen del Nazareno escarnecido tratando de remontar erizados repechos, arrastrando la insoportable cruz de nuestras faltas, nuestras traiciones y abandonos.

Son momentos en los que la razón es desplazada por los sentimientos. Es un torrente interno, que con fuerza incontenible fluye de abajo arriba y de dentro afuera, logrando la íntima unión de seres pertenecientes a distintas razas que hablan diferentes lenguas, tienen desigual color de piel y han bebido en manantiales de distintas culturas. Es el inquebrantable fundamento de la solidaridad cristiana, que proporciona fuerza para levantarse tras la caída y pone de manifiesto las grandes convicciones que iluminan una forma de concebir la existencia.

La conmemoración de la Semana Santa, no es como algunos quieren hacer ver, un espectáculo social, sino la exaltación religiosa que inspira el concepto que una gran parte del mundo tiene de recorrer el camino en la tierra, de la forma de pensar y de vivir. Una concepción que nace del amor y hace que esta manifestación religiosa adquiera un gran sentido moral.

El dolor que brota de una garganta rota en forma de saeta, es un estremecimiento de amor que aflora por cada poro de nuestra piel y que nada tiene que ver con la razón.

No hay quien en un momento dado de su vida, incluso los que dicen que no creen, ante el sufrimiento que refleja la imagen de un crucificado o las lágrimas de una virgen desgarrada por la angustia que le produce el martirio del hijo, no haya levantado alguna vez los ojos a Dios, al que está por encima de todos nosotros, y le haya dicho: ‘No me expulses de ti por ignorarte, no me condenes por caer en falta. Sé benevolente con mis debilidades porque las tentaciones son grandes. Dame fuerza para superar las pruebas o aligérame la carga impuesta. Con tu misericordia lava mis pecados, y otórgame la indulgencia que habrá de proporcionar el sosiego y la paz a mi espíritu. Tú eres el que todo lo puede. Tú eres el refugio de mi última esperanza, porque mi corazón la ha expulsado de sí.

Los tiempos que corren no son propicios a exteriorizar estos sentimientos. Vivimos con el que dirán y como Pedro negó al Redentor, nosotros, por el qué dirán, nos negamos a sí mismos ante los demás. Pero, ¿Por qué una mirada incrédula y liviana se cree con autoridad moral para juzgar los sentimientos más profundos de nuestro ser? Ese es el recurso fácil de quienes, conscientes de su carencia de valores, al expresar un sentimiento, se desmerecen por el hecho de exteriorizarlos.

¿Seremos tan mezquinos que nos avergonzaremos del sentimiento que nos produce el permanente recuerdo de aquellas oraciones, que cada noche antes de dormir, nuestra madre, con la dulzura que solo una madre puede transmitir a un hijo, nos enseñó?

¿Se nos ha ocurrido pensar que quizá la conmoción interior que experimentamos al aflorar esas emociones es la razón de nuestra identificación con la humanidad; la concordia con nuestros semejantes; la discordia la mayoría de las veces, si bien ello es lo que nos hace recorrer el sendero de nuestra existencia con mayor intensidad, al ser todo nuestro ser el que comulga, en un olvido de nosotros mismos, en el enigmático banquete del universo?

¿Hemos pensado que toda esa convulsión interior que experimentamos en un efímero e inaprensible instante, lejos de todo raciocinio, sea el arrebatador y sobrehumano punto de conciliación con el Ser supremo?

A pesar de la superficialidad de la existencia en que nos hemos sumergido, hay sentimientos ignorados que anidan en lo más profundo de nuestro ser y que un día, cuando menos lo esperamos, descubrimos por un hecho, por un signo, por una palabra, por una mirada.

Seamos fieles a nuestra más noble esencia y no ahoguemos nuestros sentimientos, ese manantial que llevamos dentro de sí y en el que no tienen cabida ni la penuria ni la mezquindad, ni la codicia, ni el odio o la desesperación. No hay rastrojo infecundo si es rociado por la lluvia del amor, porque el amor no es un florero de adorno que ponemos en nuestras vidas, sino un sentimiento que nutre el espíritu con el sosiego, la serenidad y la paz de quien eleva al altísimo una oración en el ocaso de un atardecer.

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