Se ha cumplido ya más de un año de la aparición en España del primer caso reconocido de coronavirus, pero todavía seguimos dándonos de bruces con individuos que parecen no ser conscientes del riesgo que corren y nos hace correr a todos nosotros cuando se obstinan en prescindir de la mascarilla de marras en público, no respetar la distancia social que proclaman las autoridades sanitarias, o ambas dos cosas juntas. Son minoría, sin duda, esos insolidarios que trasgreden las normas básicas de protección en tiempos de coronavirus, pero la trascendencia de sus acciones es tan perniciosa para el conjunto de la población que cualquier avance que podamos lograr para acabar de una vez por todas con la pandemia termina diluyéndose como un azucarillo en el agua.
Las autoridades, pues qué otra cosa cabía hacer si no ante la fuerte presión social, han optado por relajar nuevamente las draconianas restricciones impuestas a propietarios de bares y restaurantes, quienes desde el principio y no sin motivo se han quejado de que se les señale como responsables de la regresión a los preocupantes niveles de contagio de las olas más críticas. Suele suceder con frecuencia, todos lo hemos podido constatar alguna vez, que paguen justos por pecadores, pues no en todos esos espacios se suceden, como bien podría extrapolarse erróneamente tras una lectura interesada del texto de los sucesivos decretos aparecidos en el Boletín Oficial de las Islas Baleares con el coronavirus como protagonista, comportamientos irresponsables que puedan comprometer a posteriori la salud de la comunidad en general.
Urge proceder en este y en otros casos similares con mucha cautela. Demonizar a determinados colectivos no ayuda a solucionar un problema que es de todos, y del que todos debemos responsabilizarnos para poder así actuar en consecuencia. Eso mismo ocurre con los jóvenes, a quienes desde prácticamente desde el principio de la pandemia se ha señalado como insolidarios por el mero hecho de querer seguir con sus vidas. Pero qué sucede con los insensatos que se lucran organizando fiestas clandestinas para cientos de individuos. Las sanciones económicas con las que los castigan, y que pueden alcanzar hasta los 600.000 euros de multa, no parece que sirvan de mucho como disuasores, pues los saraos ilegales se han ido sucediendo hasta el día de hoy. Los tabloides sólo recogen las más significativas, pero pueden contarse por cientos, si no por miles, las intervenciones policiales que han tenido lugar a lo largo de los últimos meses; sin embargo, por lo que parece, éstas no acaban de ser suficientes.
|