Melilla fue la tierra prometida tras los años inmediatos al final de la guerra civil española; cuando en la península se pasaba auténtica hambre, en la denomina “plaza fuerte” española, en el norte de África, sus habitantes no padecían la misma.
Desde Ibi (Alicante) llegaron hasta allí los padres de mi compañera y esposa para intentar paliar la hambruna que se daba en una de las provincias españolas más castigadas en la postguerra. A dúo trabajaron en todo aquello que se les puso a tiro, y así como buenos ibenses dedicaron parte de sus años a trabajar en el helado, más tarde en la cantina de un cuartel y por fin pusieron una pequeña tienda de comestibles en el Mercado Central.
Me casé con su hija única, ya saben, mi “pastora”, y tras ganar unas oposiciones -entonces las mismas se ganaban por mérito, capacidad y publicidad- nos casamos por la Iglesia, como estaba mandado, y llegamos a la península para vivir en el pueblo de los nazarenos (Dos Hermanas, Sevilla) en una de aquellas casas llamadas de “maestros”.
Lógicamente el sueño de mis suegros era pasar sus últimos años con su hija, también conmigo pero menos. Tras el paso de los tiempos y más oposiciones por medio, aterricé en Málaga, esta ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia, y ellos, sus padres, compraron un “pisito” muy cercano a donde vivíamos nosotros. Rosi me dijo que si yo tenía inconveniente en que sus padres vivieran con nosotros y no puse ningún impedimento, de manera que durante dieciocho años compartimos mesa, tele y nieta, o sea, mi hija; jamás, como dice la gente de pueblo, tuvimos un sí o un no.
De manera que el pisito quedó deshabitado siempre, aunque eso sí pagábamos luz, agua y comunidad de vecinos durante una pila de años. Fallecidos mis suegros, la “pastora” heredó el famoso “pisito” con todos sus gastos, incluido el IBI que olvidé mencionar anteriormente.
Lo que heredó fue una ruina y si la diñamos, antes de darle pasaporte, nuestra hija heredará otra ruina como la copa de un pino ya que en Andalucía, que es una de las muchas Españas existentes, se abona a la Junta de Andalucía la barbaridad del 18% del valor del inmueble según ordena la Ley de Sucesiones y Barbaridades, y aquí me tienen ustedes intentando, a mis años, ahorrar algún eurillo para que a la “niña” no le cueste un ojo de la cara el jodido “pisito”.
En la Comunidad de Madrid, por el mismo concepto se paga en estos momentos el 1% del valor del “pisito”; de lo que se deduce que los españoles no somos iguales en derechos, y por ello un servidor, con mucho tacto y sin que se note demasiado, deja caer que esto se parece muy poco, por no decir nada, a una democracia: lugar donde toda la ciudadanía es crujida por los mismos impuestos.
Perdón por la historieta.
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