Pilar Rahola escribe un artículo titulado Un hijo que considera que es “una carta de amor al amigo Jani y a toda su familia. Su hijo Miquel ha muerto de súbito, lejos de su casa, engullido por la siniestra ruleta del azar”. Sin encontrar las palabras adecuadas para el consuelo de su amigo Jani, la periodista concluye su escrito que expresa su estima por el amigo que ha perdido el hijo, con estas palabras: “Derrotada la vida ante el absurdo impiadoso del destino. Y entonces cuáles son las palabras que podemos pronunciar, ¿dónde están los diccionarios que se necesitan, cuál es el lenguaje que puede mitigar el dolor? No lo hay, derrotadas las palabras cuando las emociones lo resquebrajan todo. Y entonces no podemos decir nada que sea profundo, excepto hacerle saber al amigo que estamos, que nos duele su dolor, y no sé cómo decírselo.
Querido Jani, estoy aquí, estamos aquí, somos legión los que te aman y te admiran, ser humano forjado en la pasta de la buena gente. ¿Sabes qué? He pensado alguna reflexión luminosa para finalizar bien el artículo, alguna idea bonita…He buscado algún poema delicado de los grandes poetas…He pensado en un final dulce, y en la palabra mágica que todo lo culmina…Y nada me ha servido. Derrotada y desnuda, sólo me veo capaz de abrazarte, y, amigo, nunca un abrazo habrá dicho tanto”.
El artículo que Pilar Rahola escribe recordando el dolor que siente su amigo por la pérdida del hijo refleja el sentimiento generalizado de impotencia ante la muerte de un ser querido. La incredulidad y el ateísmo que no aceptan la existencia “del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda nuestra aflicción” (2 Corintios 1: 3), no pueden recibir el consuelo que les pueden ofrecer los cristianos que han recibido el consuelo en el sufrimiento para que “puedan consolar a los que se encuentran en cualquier aflicción con del consuelo que nosotros mismos somos consolaos por Dios” (v. 4).
Se puede creer en un dios brumoso como el “desconocido” de los atenienses. A este dios desconocido se le puede dar el nombre que se quiera. En nuestro contexto católico, con la multitud de nombres que registra el santoral y de las incontables vírgenes, si no es en el Padre de nuestro Señor Jesucristo que es el canal por el que la misericordia y consolación llega al hombre, no se encuentran palabras que sirvan para aliviar el dolor que produce la muerte de un ser querido.
Los cristianos pueden intentar consolar a familiares y amigos que sufren, pero si no creen en Jesús, son intentos fallidos. Si no creen en el “Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre misericordioso y Dios de toda consolación”, ¿qué se les puede ofrecer? Buenas palabras, un abrazo y nada más. Sí se puede hacer algo positivo para consolar a los que sufren: Obedecer la última voluntad de Jesús: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles que guarden todas las cosa que os he mandado, y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” (Mateo 28: 19,20). A muchos, el Evangelio de Dios misericordioso les entra por una oreja y les sale por la otra. Con este rechazo no van a encontrar consuelo en la hora la aflicción. Si no se deshacen de los prejuicios contra Jesús y creen el Él que es el camino que conduce al Padre misericordioso y consolador que con su presencia suaviza el dolor que causa la muerte de un ser querido, solamente le podemos ofrecer a quien sufre por la muerte de un ser amado el consuelo convencional y un abrazo que no sirven de consuelo.
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