La Biblia es el libro que a la hora de escribirse participaron dos redactores: Los cronistas por parte humana y el Espíritu Santo por la divina. A los primeros debe saberse poner en el lugar secundario que les corresponde. Al Espíritu Santo en el lugar preeminente que le corresponde. “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1: 20,21). El contenido de la Biblia no es casual. “Los santos hombres de Dios” inspirados por el Espíritu Santo escribieron el texto sagrado, no para distracción de los lectores sino para instruirlos a andar por los caminos de la ética positiva.
Poncio Pilato, gobernador en una lejana provincia romana no habría quedado su nombre registrado en los anales de la historia si no hubiese sido por su desafortunada participación en el juicio de Jesús. ¿Es casualidad que su nombre aparezca en el Libro sagrado de los cristianos? En absoluto. Tiene mucho que enseñar en la administración de justicia de las generaciones posteriores. ¿Aprenderemos algo de cómo Pilato condujo el juicio de Jesús?
Era Pascua “y por la fiesta el gobernador acostumbraba a librar al pueblo una persona, a que quisiesen” (Mateo 27: 15). A ser liberados había dos candidatos: Barrabás y Jesús. El candidato de <b>Pilato</b> era Jesús “porque sabía que” (el sumo sacerdote y sus secuaces) “lo habían entregado por envidia” (v. 18). El gobernador romano sabía que Jesús era inocente de los cargos que los sacerdotes presentaban contra Él. No necesitaba preguntar a la multitud a quien tenía que dejar en libertad. Barrabás tenía las manos manchadas de sangre. A primera vista parecía que sería cosa de coser y cantar, pero, “los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiesen a Barrabás y matasen a Jesús” (v. 20). Se produjo un forcejeo entre Pilato y la multitud. Salió vencedora la muchedumbre que tenía sed de contemplar un espectáculo sangriento.
Las autoridades que son establecidas por Dios, Pilato, lo era, lo son para administrar justicia. Deben ser imparciales y no recibir soborno “porque el soborno ciega a los que ven, y pervierte las palabras de los justos” (Éxodo 23: 8). Pilato no fue sobornado con denarios. Lo fue con poder. Pilato deseaba liberar a Jesús, “pero los judíos gritaban diciendo: “Si a este sueltas, no eres amigo del César, todo el que se hace rey, a César se opone” (Juan 19: 12). Al oír esto tuvo miedo. Tuvo que decidir entre ser justo y perder el cargo o ser injusto y conservar la butaca. Optó por lo último. Quiso eludir su responsabilidad de la muerte de Jesús con una escenificación que no se cansa de dar vueltas por el mundo hasta nuestros días: “Tomó agua y s lavó las manos delante del pueblo diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo, allá vosotros” (Mateo 27: 24). La crucifixión de Jesús no fue un accidente desafortunado sino el propósito de Dios “ya destinado antes de la fundación del mundo pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1: 20). La teatralidad de Pilato no lo exime de su responsabilidad de acceder a la petición de la plebe que mandase a Jesús a la cruz.
Refiriéndose a Judas Jesús dice de él: “a la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de Él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuere a este hombre no haber nacido” (Marcos 14: 21). Tanto la casta sacerdotal que instigó a la multitud y ésta por dejarse manipular por los sacerdotes y Pilato que prefirió conservar el poder antes que ser justo, lo que les espera en la eternidad, como mínimo será lo mismo que lo que le aguarda a Judas.
El juicio de Jesús fue una parodia. De parodias judiciales se han realizado en todas las épocas. En nuestros días se siguen produciendo. Es mucha la responsabilidad de los jueces a la hora de sentarse ante la mesa del tribunal. “Dios” (en el Espíritu) “está en la reunión de los dioses” (jueces), “en medio de los dioses juzga. ¿Hasta cuándo juzgaréis injustamente, y aceptaréis las personas de los impíos? Defended al débil y al huérfano, haced justicia al afligido y al menesteroso. Librad al afligido y al necesitado, libradlo de mano de los impíos” (Salmo 82: 1-4). En muchos casos los jueces dictan sentencias sin tener en cuenta lo que Dos les pide que hagan cuando se sientan ante la mesa del tribunal. Pueden escudarse en leyes que son injustas. La Ley de Dios debe prevalecer en los juicios porque es la única que es justa. Si las leyes que dictan los hombres son injustas se debe a que “han convertido el juicio en veneno, y el fruto de la justicia en ajenjo” (Amós 6: 12). Las leyes que son injustas deben anularse lo antes posible porque la injusticia es el derrumbe de las naciones. “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Ha de ser ley porque es justa” (Montesquieu). ¿Cómo se sabe que una cosa es justa para que pueda convertirse en ley? La Ley de Dios, no hay otra, es donde el legislador tiene que tener puesta la mirada para que sean justas las leyes que dicte. Entre el poder político y el judicial debe haber una línea roja que ninguno de ellos se atreva a traspasar. “La política en manos de la magistratura es una desgracia. Pero si esta magistratura está infiltrada de poder político, resulta una catástrofe (Indo Montinelli).
Mucho trabajo queda por hacer en la justicia. Sus protagonistas pueden hacer como Pilato: lavarse las manos como queriendo decir que no se es culpable de las sentencias injusta que dicta porque las leyes son injustas. Si el juez sabe lo que está mal y lo hace, es pecado. El agua con la que el juez injusto se limpia las manos, como la del bautismo, no tienen poder de limpiar las manos de los jueces injustos. Las noticias ponen de manifiesto que la sociedad, y los jueces forman parte de ella, se ha convertido en un estercolero. “¿Encontraremos suficiente gel desinfectante para limpiar tanta mierda?” se pregunta Ramon Camats. No se encontrará porque no hay detergente alguno capaz de limpiar los pensamientos malvados que originan sentencias injustas. Únicamente la sangre de Cristo puede.
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