Generosidad y entusiasmo son dos cualidades difíciles de encontrar en un mundo imbuido de un hedonismo alicorto, rancio y blando, que se debate (como un rebaño de ñus) entre el bostezo pastueño y la alarma.
Estas dos palabras -generosidad y entusiasmo- son las primeras que me vienen, espontáneas, tratando de glosar la figura de Cristóbal Halffter, uno de nuestros compositores más importantes, que nos ha dejado a las pocas semanas de hacerlo otro, muy diferente del primero en su concepción estética, pero igualmente señero, representante de nuestra mejor tradición compositiva: Antón García Abril. Amigos, coetáneos y unidos por el mismo Arte… ¿Qué más se puede pedir? La música de ambos permanecerá mientras haya orquestas y solistas; y si algún día deja de haberlos (marchitados, reducidos a polvo y aventados por pandemias o “agendas orwellianas”) todavía sobrevivirá muda (qué paradoja) en el papel pautado. Hasta que de nuevo alguien la haga sonar.
La generosidad de Halffter se plasmaba en una actitud tremendamente abierta hacia las personas; no sólo hacia aquellas que lo rodeaban, sino, en general, hacia el género humano (como en la frase de Terencio: “Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno”), que puede resumirse en “empatía”; término algo manoseado, sobre todo por los políticos, pero que en él recuperaba su esencia. En octubre de 1981 publicó en El País un artículo que define muy bien esa actitud mantenida a lo largo de toda su vida. Lo tituló “La noche de los cristales rotos”, y en él explica una circunstancia que lo marcaría de manera decisiva:
En 1936, a la edad de seis años, se trasladó con toda su familia a la ciudad renana de Velbert, donde pasaría los tres años siguientes, hasta el final de la Guerra Civil. Sus raíces alemanas propiciaron que éste fuera el lugar elegido para huir de la contienda que se libraba en España. Pronto comenzó a asistir a la escuela y a hacer la vida normal de cualquier niño, cuando ya por aquel tiempo Hitler había comenzado a poner en marcha sus siniestros planes. El progresivo rearme y la persecución de los judíos empezaban a ser un hecho. Cuenta Halffter en su escrito que una mañana de noviembre de 1938 (faltaba menos de un año para que estallara la II Guerra Mundial) los profesores invitaron a los alumnos del instituto a reunirse esa misma mañana en una conocida plaza de Velbert. La alegría de hacer algo diferente que rompía la monotonía del curso escolar, era equivalente a la expectación que producía no saber a qué iban (¿un juego?, ¿una prueba de algo?, ¿un pequeño festival callejero ante la cercana Navidad?)
Los niños, reunidos aquella fría mañana, no tardarían en saber a qué habían sido convocados por sus profesores: Cuando estuvieron todos se les entregó una piedra a cada uno y a continuación se les animó a arrojarlas contra el imponente escaparate de unos conocidos almacenes cuyos propietarios, claro, eran judíos.
A ello se dedicaron con ahínco. El pandemónium se alargó durante bastantes minutos y, al final, la entrada a la tienda y todos los objetos que se exhibían en el escaparate quedaron destrozados. El músico explica en el artículo la enorme desolación que sintió a poco de comenzar aquel acto ruin, ideado nada menos que por sus propios profesores. Una vez pasada la primera excitación, cayó en la cuenta del horror de lo que se estaba perpetrando y se quedó como aturdido, sin entender la razón (como si pudiera haberla) de aquel acto.
Y ese recuerdo, más bien un fantasma, le animó siempre a tratar de conjurarlo, en su afán de reparar “con algo” aquella injusticia. En la Música, en su Arte y en su magisterio, encontraría una forma de compensar una acción de la que, a pesar de saberse inocente por su edad y por el hecho de haber sido instigado por adultos, nunca se olvidaría.
En estos días posteriores a su muerte muchos hablarán de su obra, extensa, intensa, destacadísima en el panorama de las vanguardias del siglo XX; pero yo quiero con estas líneas destacar la faceta humana del compositor, y para ello referiré, por último, cómo y en qué circunstancias lo conocí:
En septiembre de 1979, a poco de comenzar mis andanzas dentro del periodismo, conseguí una entrevista con él para El País. Me recibió una tarde en su casa de la madrileña calle de la Bola (muy cerca del Teatro Real y de la histórica taberna del mismo nombre) y pasaríamos las siguientes tres horas conversando no sólo de música, sino de algo que era inevitable en aquellos años de cambio de Régimen: de política.
El nerviosismo inicial del periodista bisoño ante alguien que era ya un reconocido personaje de nuestra cultura, fue diluyéndose como un terrón de azúcar por la cordialidad y la cercanía que mostraba. Y todo fluyó… como algunos dicen que fluye el Tao.
En esas horas sucedieron varias cosas:
Sonó el timbre de la puerta y Cristóbal se levantó a abrir. Eran sus hijos que venían del colegio (que, por cierto, también había sido el mío) Uno de ellos, Pedro, seguiría la tradición de la “dinastía Halffter”, siendo hoy un importante director de orquesta.
El fotógrafo que me acompañaba y yo nos bebimos dos cocacolas cada uno, dejando casi exhaustas las existencias domésticas del brebaje.
En cierto momento apareció María Caro, Marita, mujer del compositor, pianista, que, sin saber que estábamos allí, iba comentado no sé qué de unas pizzas para cenar, justo antes de entrar en el salón. Al vernos se quedó algo perpleja, pero enseguida se recompuso y nos saludó con gran afabilidad. Caerían otras dos cocacolas y unos aperitivos por cuenta de la dueña de la casa. Esa noche acompañamos a los búhos en su vigilia (por la cafeína, obviamente)
El texto nunca apareció en las páginas de El País. Lo vetaron; y tardé algún tiempo en saber el por qué. El mismo Halffter, uno de los asesores intelectuales del diario, llamó un día para explicármelo: Jesús Aguirre, duque consorte de Alba, había sido nombrado Director General de Música por el nuevo Gobierno, y una de sus primeras medidas arbitrarias y abusivas (hubo varias más) fue la destitución del director de la Orquesta Nacional, Rafael Frühbeck de Burgos, que lo había sido durante casi quince años. Y ello por un “motivo” tan celtibérico como una antigua antipatía personal que parecía provenir de un tiempo en que ambos coincidieron en Munich siendo estudiantes. Esta suerte de venganza (que negaría Frühbeck años más tarde) fue denunciada públicamente por muchas figuras de la cultura española, entre ellos Halffter, que aun siendo uno de los baluartes del que todavía presumía de ser “diario independiente de la mañana”, demostró serlo un poco menos al vetar al compositor por algún tiempo. Cosas de las “altas esferas”… Aguirre, intelectual destacado, que nunca lograría desembarazarse de un jesuitismo de salón, tenía largos tentáculos, y no sólo en el campo de las Artes Escénicas y de la Música.
La entrevista, sin embargo, apareció meses más tarde en otra publicación. En ella, Halffter hablaba de cuestiones musicales, por supuesto, pero también aludía a temas candentes del momento que vivía España, como la Transición (aunque entonces todavía no recibiera ese nombre) Afirmaba la necesidad de educar a los jóvenes en la sensibilidad, en el Arte, en las Humanidades y no sólo en las materias científicas y tecnológicas; aunque el Saber (con mayúscula) constituya un todo. También mencionó al rey Don Juan Carlos I, al que afirmaba admirar sin reservas.
Una de las frases que reproduje de aquella conversación me ha acompañado desde entonces: “Ser músico en España es como ser torero en Finlandia”
Han pasado muchos años y una gran parte de aquellos protagonistas ha muerto. A muchos les sonarán de poco o de nada estas historias; pero creo que con ellas puede atisbarse algo del personaje que, además de artista e intelectual, fue un ser profundamente humano y comprometido con su tiempo.
|