Hecha la ley hecha la trampa. No existe ninguna ley que pueda hacer buena a la persona que es mala.
Benjamin Ferenz, jefe de los abogados en el juicio de Núremberg, en la entrevista que le hace Ima Sanchís, explica detalles de lo que vio y que estremecen: “Visité cerca de una decena de campos de concentración. En todos vi lo mismo: cuerpos tirados por el suelo, los unos muertos, los otros heridos y suplicando. Vi montones de piel y huesos apilados como si fuesen leña, personas arrastrándose por la basura como si fuesen ratas… Esqueletos vivos y desamparados con diarrea, tuberculosis, neumonía. Los que se sostenían quemaban vivos a los guardianes del campo. Aquello era el infierno”.
Ante tanto dolor, Benjamin Ferenz, comenta: “Me iba repitiendo: esto no es real, no es real. Fingiendo que aquello formaba parte de alguna clase de espectáculo. Hay cosas que nuestro cerebro es incapaz de procesar. No se puede olvidar, pero se puede hacer mucho para cambiar las cosas. La guerra puede convertir a cualquier persona en un monstruo. Siendo fiscal en los juicios de Núremberg pude ver que los inculpados por crímenes contra la humanidad habían actuado movidos por patriotismo, convencidos que tenían que limpiar Alemania de judíos y de razas que consideraban inferiores. Seleccioné personas inteligentes e instruidas (entre los juzgados). Todos doctorados. Sabían lo que hacían: asesinar a más de un millón de personas, muchos eran niños. Ninguno pidió perdón”. La periodista le dice: “Todos podemos ser un monstruo”. El fiscal le responde. “Sí, la mayoría somos capaces de cometer atrocidades porque sentimos amenazada nuestra familia, nuestra patria, nuestra religión. De hecho hoy se sigue cometiendo. La única salvación posible es la ley”. ¿Qué ley?, me pregunto.
Una cuestión que intriga a muchos la plantea Benjamin Ferenz cuando dice: “Siempre me pregunto cómo es posible que Dios permita que ocurran cosas tan horribles que he presenciado, y nunca he obtenido respuesta”. La musiquilla de siempre: culpar a Dios de los males que cometemos entre todos. Es decir, convertir a Dios en chivo expiatorio al traspasarle nuestras culpas y hacerlo responsable de nuestros delitos. Cierto que Jesús cargó con nuestros pecados en la cruz en donde derramó su sangre que limpia todos los pecados y hace de los que creen en Él nuevas personas que comienzan a amar con el amor con que Él nos ha amado.
Lo que erradica todos los males que contemplan nuestros ojos, según el fiscal de Núremberg “es la ley”. No existe ninguna ley capaz de hacer buena a la persona que por naturaleza es mala y con ello deje de contribuir a que se cometan las maldades que describe el abogado de Núremberg. Las leyes que hacen los hombres se cambian a placer y si se las mantiene se mueren de asco bajo un montón de papelorio. No. Las leyes no pueden hacer virtuoso a alguien que por naturaleza es malo. Tampoco lo consigue la Ley de Dios condensada en el Decálogo.
Tal vez el lector se escandalice porque escribo que la Ley de Dios no puede hacer bueno al hombre. No fue dictada con este propósito. Su finalidad es hacer resaltar la maldad del hombre. Esta conclusión no me la invento yo. Es el apóstol Pablo quien escribiendo a los cristianos en Galacia trata este tema tan propenso a la controversia intransigente. La polémica nace del deseo de saber si la salvación es por la fe en Jesucristo exclusivamente o por la obediencia a la Ley de Dios, es decir, por las obras que uno hace.
Escribiendo el apóstol a la iglesia en Galacia, dice: “¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó para no obedecer a la verdad, a vosotros antes cuyos ojos Jesucristo ya fue presentado claramente entre vosotros como crucificado? ¿Tan necios sois que habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” (Gálatas 3. 1,3). El apóstol defiende la salvación exclusivamente por la fe en Jesucristo muerto para perdón de los pecados y resucitado para salvación nuestra (Romanos 4. 25), basándose en Abraham, el padre de la fe: “Abraham creyó en Dios, y le fue contado por justicia” (v.6). Abraham no tuvo que hacer nada para conseguir la paz con Dios, es decir, que Dios le considerase persona justa: “De modo que los de la fe son bendecidos con el creyente Abraham” (v. 9).
La adulteración del evangelio que empezó en la misma época apostólica ha persistido hasta nuestros días. El texto sigue diciendo. “Porque todos los que dependen de las obras de la Ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permanece en todas las cosas escritas en el Libro de la Ley para hacerlas” (v.10). Parafraseando, el texto dice: “Quien no obedezca el Decálogo al pie de la letra está condenado”. Santiago expone con claridad este punto: “Porque cualquiera que guarde toda la Ley, pero ofende en un punto, se hace culpable de todos” (Santiago 2: 10). El lenguaje no puede ser más claro. ¿Hay alguien que pueda decir que ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, que es el resumen de la Ley de Dios? Con sinceridad nadie puede afirmarlo. Solamente los legalistas que poseen un espíritu farisaico se atreven a hacerlo porque con ofuscamiento creen que sí lo hacen.
El apóstol Pablo, cuando era fariseo y refiriéndose a esta época, escribe: “Irreprensible en cuanto a la justicia que es por la Ley. Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura para ganar a Cristo” (Filipenses 3: 4, 8, 9).
Ya que nadie puede salvarse creyendo que cumple a rajatabla la Ley de Dios, ¿qué utilidad tiene? El médico lo necesitan los enfermos. Quienes creen que están sanos no acuden al facultativo. En el campo espiritual son muchos que creen ser buenas personas. Los tales no necesitan el Médico que es Jesús. La Ley tiene precisamente este propósito, hacernos ver que estamos espiritualmente enfermos. Todavía más: “Estamos muertos en nuestros delitos y pecados” (Efesios 2: 1). Un muerto no se levanta y se pone a andar de no ser que una fuerza externa le dé vida. Este es precisamente el propósito de la Ley de Dios: “De manera que la Ley ha sido nuestro guía para llevarnos a Cristo, a fin que fuésemos declarados justos por la fe. Pero venida la fe ya no estamos bajo el guía” (Gálatas 3: 24,25).
Por la fe en Cristo se nace como hijo de Dios, capacitado por la presencia del Espíritu Santo a desear, desde dentro, cumplir la Ley de Dios. No se impone desde fuera como lo exigen los legalistas o perfeccionistas. En este mundo no se conseguirá la obediencia total. Por la fe se anda en ello. Caminando en Cristo, su carácter se va formando en el creyente. Ello hace posible que la violencia que describe BenjaminFerenz se vaya diluyendo.
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