Dicen que la vida es una serie de sorpresas. Imprevistas, predecibles o incluso premeditadas, nos marcan un camino confuso a causa de vaivenes sociopolíticos. Curtidos en sorpresas infames, las positivas nos conducen al escepticismo.
Fascinación por ser los primeros en recibir las ayudas europeas, a la par que consternación por la posible incapacidad de ejecución de los mismos. No se extrañen, somos reincidentes. Hasta el momento, no hemos sabido tramitar ni la mitad de los fondos estructurales e inversión europeos 2014-2020. Cuidado con esas falsas esperanzas que pueden diluirse con la cruda realidad burocrática.
Asombro por encabezar la lista de vacunación mundial y estupor por la desconfianza de una parte de la sociedad en la eficacia de la misma. En un país inmerso en la vorágine del pesimismo y la discordia, noticias de esta índole indican que algo habremos hecho bien. La pedagogía gubernamental, social y mediática - excepciones al margen - ha sido fructífera. Casi un 80% de vacunación lo certifica.
Las restricciones vuelven en torno a un virus que resurge y que trata de neutralizarse con enfoques difusos. La cuestionada tercera dosis contrasta con una necesaria inmunidad de rebaño global sumergida en el olvido. Solo una de cada diez vacunas prometidas por los países ricos llega a los pobres. Apenas el 3% de la población con menos recursos dispone de la pauta completa. El compromiso de donación se convierte, una vez más, en una falacia política. Solo en Madrid, se han desechado más de cien mil. Palabras vacías que desembocan en promesas rotas.
Ardua tarea la de gestión pandémica habida cuenta de la ya instaurada política de confrontación y del consecuente y habitual desamparo jurisdiccional. Poderes semejantes a dos imanes que, en función del polo y del interés particular, se atraen o se repelen. Archivar - con razón o no - alrededor de 30 querellas contra Podemos, o todavía no saber quién es M.R., sí; velar por la salud ciudadana, no. Algo falla cuando esta depende de un juez en lugar de un experto sanitario. La disparidad de criterios descoloca, a la par que el poder judicial se endiosa, cegado en eso, el poder.
Sus decisiones, entre otras cosas, alimentan el discurso antivacuna. Ese que desoye algo tan básico como que su libertad empieza donde la nuestra termina, y viceversa. Decidir lícitamente no vacunarse lleva consigo la comprensión de que, al poner en riesgo a terceros, supone sufrir ciertas limitaciones indirectas pero democráticas. Y es entonces, en esa barrera entre la legalidad abanderada por el derecho de libertades y la firmeza restrictiva gubernamental, cuando el dilema se convierte en una cuestión social. Porque es ella, la sociedad civil, la que tiene la potestad y responsabilidad suficiente como para monitorizar e implementar ese significado de libertad. La vida - propiamente dicha - se sustenta bajo el marco privado.
Comercios, ocio, algunos transportes y establecimientos varios, disponen de la llave de entrada de sus posibles clientes en forma de certificado. El derecho de admisión es tan legítimo como el derecho de rechazo a la vacunación. Depende de nosotros. Todo ello, considerando indebida toda restricción gubernamental a cualquier servicio público. Al margen quedaría un sistema sanitario tan público y eficaz como difamado por los negacionistas. Mensajes de la talla del abanderado antivacuna italiano que predica ahora pinchazos masivos tras permanecer unas semanas en cuidados intensivos por contagiarse tampoco calan. Una lástima. El libre albedrío es lo que tiene. Y el negacionismo, del mismo modo que algunas posturas ideológicas extremistas y anticonstitucionales, se convierte en una forma de resistencia y oposición al denominado establishment.
Menos inesperada fue la respuesta del público a Díaz Ayuso en el concierto de Dani Martín en Madrid. Certifica el fenómeno fan a la presidenta. Inimaginable una ovación a Casado. En España hay ayusistas y populares, pero no casadistas. La oposición por antonomasia envuelta en papel de libertad vende, y mucho.
Tampoco extraña la homofobia qatarí, sede del Mundial de fútbol. Acudir a países antidemocráticos y darles un inmerecido protagonismo en citas de dimensión internacional es avergonzar nuestro sistema. Aunque poco tiene que decir España tras vender su Supercopa y, por consiguiente, su dignidad, a Arabia Saudí. Esto también debe ser patriotismo, supongo. Si no, que le pregunten al emérito. El negocio, como de costumbre, por encima de los derechos y libertades. Previsibles o fortuitas, las sorpresas no faltan en el calendario de adviento sociopolítico.
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