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Vargas Llosa, el sedimento en la memoria

Recuerdo que el primer libro que leí de este autor fue Los cachorros. Hubo algo que me impacto nada más abrir sus páginas
Vicente Manjón Guinea
martes, 15 de abril de 2025, 08:33 h (CET)

Todas y cada una de las lecturas que hacemos a lo largo de nuestra vida van dejando un pequeño poso en la configuración de nuestro carácter y nuestra personalidad. Incluso aquellas que abandonamos a mitad de lectura por parecernos insufribles, nos enseñan que, a veces, tendremos que asumir la frustración. Haber perdido el tiempo dedicado, por nuestra insistencia, a leer un panfleto lleno de estereotipos.


Sin embargo, hay otras lecturas que, por su impronta, nunca olvidaremos, por muchos años que pasen. Esos libros se sedimentan en la memoria, no solo con el argumento y con el mensaje intrínseco transmitido, sino que también se mimetizan con el lugar donde los leímos. Con el paisaje que nos rodeaba cuando cerramos la última página, con los sonidos, con los olores, e incluso con las sombras que parecían acecharnos mientras revivíamos las historias contadas por otros.


Son libros que me acompañarán siempre, porque arrastran consigo, no ya solo la historia que reviví, sino también el momento de mi vida en que los leí. A Balzac no le identifico con las calles sucias de las revueltas de París, sino que su nombre me aparece vinculado, en la memoria, a la arena de la playa en Roquetas de Mar en el mes de marzo. Un día gris, nublado, con débiles rayos de sol, que me incitaron a tumbarme en la orilla y abrir un libro que había comenzado a leer: Eugene Grandet. Un libro por el que me sentí atrapado y que conseguí terminar de leer cuando, al atardecer, comenzaba a quedarme sin luz. Cuando el viento ya no era cálido, sino frío, y cuando el rumor de las olas alimentaba, con su continua perseverancia, la agónica avaricia de un viejo decrépito y de todos aquellos codiciosos que deambulaban por las páginas del libro.


A Gabriel García Márquez le asocio a una cama desvencijada en la casa de mis padres. Un mueble cama que al abrirse no levantaba más de tres o cuatro centímetros del suelo. Suficiente para dejarme atrapar por esa Crónica de una muerte anunciada, que terminaría de leer en las noches junto a un agónico flexo, tras irse mis padres y mi hermana a dormir.


Víctor Hugo tuvo un poco más de suerte. Todas y cada una de las páginas de su maravilloso libro Los miserables, fueron devoradas cómodamente en uno de los sofás del salón, mientras mis padres y mi hermana se deleitaban con los entresijos del emporio de Falcon Crest y esa odiada Angela Channing. Sofás de tono cobrizo cuyo ventanal cercano dejaba ver los roces y descosidos por el uso y el paso del tiempo.


A Tom Sharpe y a su libro Wilt, le identifico con un bareto en Carabanchel, cerca de mi casa, que hoy día se ha terminado convirtiendo en un Kebab de esos de comida rápida y sospechosa. Cada una de las risas que me arrancaba el libro, cuando el protagonista pretendía esconder su equivocado idilio con una muñeca hinchable, eran observadas, recelosamente por el dueño del bar, como si en su local se le hubiera colado, a eso de las cuatro de la tarde, un loco que se ríe solo con un café y un libro delante.


A los tiempos de inicio de la universidad identifico el libro de Günter Walrraff, Cabeza de turco. La capacidad de su autor para infiltrarse como un supuesto inmigrante turco dispuesto a hacer los trabajos más duros e insalubres, para poder sobrevivir y denunciar los abusos que se cometían, lleva implícito en mi mente el sonido del tren en mi trayecto hacia la universidad, de las puertas al abrirse y al cerrarse. El caminar de los pasajeros y el pitido de cada llegada a la siguiente estación.


Podría enumerar miles de libros, de grandes libros, con miles de percepciones que han ido configurando mi carácter y mi forma de pensar. Tanto para bien como para mal. Pero el verdadero propósito de este artículo, ahora que Vargas Llosa ha decidido reunirse serenamente con la muerte, como hacen los sabios y los buenos filósofos, lejos de esa trampa, de ese foco mediático en el que cayó, es recordar el sedimento que quedó para siempre en mi memoria.


LOS CACHORROS


Recuerdo que el primer libro que leí de Vargas Llosa fue Los cachorros. Tendría dieciséis años y evidentemente me encontraba en pleno furor de pubertad. Un momento en que comenzaba a tontear con bellas mujeres y a conocer los beneficios del sexo. Era Semana Santa y nos habíamos trasladado a un pequeño pueblo de Cáceres, donde gozamos de una casa familiar. Varias habitaciones para acoger a abuelos, tíos, primos… En definitiva, una familia extensa y unida, como las de antes.


Hubo algo del libro de Llosa que me impacto nada más abrir sus páginas. Un maldito perro arranca de cuajo las partes viriles de un joven muchacho que jugaba al futbol. Tal y como yo jugaba en el pueblo en ese campo de hierba brotado de cardos, cada tarde. Un muchacho que destacaba por su actividad académica y deportiva en un colegio religioso de un aburguesado barrio de Lima. Judas, que así se llamaba el perro del colegio, lo ataca tras un entrenamiento, lo que provoca la castración de ese prometedor muchacho. A partir de ahí, toda su vida cambia y se trunca. La actitud de sus padres, la de sus profesores, la de sus propios compañeros que antes le reverenciaban y ahora le apodan «pichulita». Comienza un camino hacia la desgracia. Mientras sus compañeros se casan y tienen hijos, él se convierte en un hombre derruido, cercenado, como su virilidad. Una sociedad enfermiza, hipócrita y machista que empuja hacia el aislamiento por ser diferente.


Quizá, sin darme cuenta en aquel momento, cuando en las noches leía, sobre la cama situada en la parte inferior de la litera, el libro de Vargas Llosa, una huella imborrable germinaba en el interior de mi conciencia. Podía ser capaz de sentir el desprecio y el dolor de una vida amputada en plena juventud.

En mitad de un camino deseoso de vivir y gozar como cualquier joven que, como yo, podía tener en ese momento pletórico de la vida. Después, vendrían otros libros como Conversación en la Catedral, Los cachorros y los jefes, Historia de un deicidio, La tía Julia y el escribidor, o Travesuras de la niña mala… pero ninguno de ellos ha sido capaz de desvincular ese sedimento perpetuo causado en mi memoria. Vargas Llosa y su libro Los cachorros están atados a la existencia juvenil en un pueblo donde solía jugar tranquilamente al fútbol. Un pueblo en la provincia de Cáceres donde los perros callejeros deambulaban a sus anchas con el rabo entre las piernas atemorizados por los propios lugareños. Vargas Llosa es, en el mosaico de mi personalidad, de mi carácter, de mi temperamento, el grito castrado ante una sociedad injusta. La espina clavada de la rebeldía ante un mundo infame e insolente, donde el diferente es ridiculizado y apartado. Mutilado. 

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