Los índices de precios están alcanzando los niveles más altos de los últimos treinta años ante la pasividad de las instituciones que nos habían asegurado que son las únicas que podrían evitarlo, los bancos centrales. A ellos se les encomendó garantizar la estabilidad de los precios y para conseguirlo reclamaron y consiguieron todos los privilegios y competencias posibles: disponen del personal más cualificado y bien retribuido que constantemente nos está diciendo que sabe lo que va a ocurrir en nuestras economías, ahora y en el futuro; son plenamente independientes para diseñar y ejecutar la política monetaria; tienen poder ilimitado para crear dinero y un control prácticamente absoluto sobre todo lo que ocurra en el sistema financiero.
Sin embargo, los bancos centrales no han sido capaces de prever que los precios se iban a disparar. Y, lo que es mucho peor, no pueden hacer nada para evitarlo, salvo subir tipos de interés y dejar de financiar a los gobiernos (directamente o por la puerta de atrás), dos medidas que provocarían un destrozo descomunal en todas las economías sin que sea seguro que frenasen la inflación actual. La explicación de por qué los bancos centrales están resultando tan incompetentes para evitar un episodio de inflación tan preocupante, por su magnitud y por el momento en que se produce, es bastante fácil: el fundamento de su actuación está plagado de falsedades sobre el funcionamiento real de las economías y la naturaleza de la inflación.
Los bancos centrales asumieron la tesis monetarista y combaten la inflación como un fenómeno de raíz exclusivamente monetaria, es decir, tan solo provocada por un exceso de dinero en circulación y/o de la demanda de dinero. En consecuencia, suponen que para evitarla simplemente hace falta subir el precio del dinero, los tipos de interés.
Es cierto que esto último podría conseguirse si la inflación está ocasionada por un exceso de demanda pues resulta probable que, con financiación más cara, disminuyan el consumo y la inversión. Pero también lo es que, si se hace eso, se provoca un freno considerable de la actividad económica que trae consigo desempleo, una enorme caída de la inversión y de la vida empresarial y un gran aumento de la deuda. Es lo que han hecho en las últimas cuatro décadas casi todos los bancos centrales (unos, como el Banco Central Europeo, más que otros): tratar de bajar la fiebre del enfermo quitándole la vida.
La realidad es que la inflación no es un fenómeno exclusivamente monetario, sino que tiene que ver con la pugna entre los sujetos económicos por la percepción de rentas en los mercados de bienes y servicios y por eso no se le puede hacer frente solo con una medida monetaria.
Por otro lado, el propio comportamiento de los bancos centrales multiplicando la oferta monetaria en los últimos trece años sin que subieran los precios desmiente otro supuesto erróneo que sostiene su política monetaria. Aumentar la masa monetaria no tiene por qué provocar inflación si los medios de pago no llegan a las empresas y familias o si, llegando, hay oferta suficiente.
Otro supuesto erróneo que se utilizó para justificar la independencia de los banco centrales centrados en el objetivo de la estabilidad de precios fue que los gobiernos son, por definición, manirrotos e incapaces de llevar a cabo políticas fiscales de contención del gasto. La experiencia también ha demostrado que si alguna institución no ha tenido límite a la hora de gastar dinero en fines que no está del todo claro que hayan sido los convenientes (como salvar a bancos quebrados por su gestión irresponsable o enriquecer sin límite a los grandes propietarios) han sido precisamente los bancos centrales.
E igualmente se ha comprobado que se trataba de una auténtica ingenuidad (por no llamarla directamente mentira) establecer como punto de partida que los mercados financieros son estables y los que han de disciplinar a los gobiernos y empresas que no actúan convenientemente, razón por la cual se estima que deben ser quienes los financien y no los bancos centrales. La evidencia absoluta es que los mercados financieros son justamente lo contrario, muy inestables e indisciplinados; no los que pueden imponer disciplina sino quienes la pierden constantemente.
Y, por último, es otra auténtica falacia considerar que la política monetaria que llevan a cabo los bancos centrales es una misión técnica y ajena a la controversia política. La realidad también muestra sin lugar a dudas que las medidas que toman tienen un efecto muy desigual sobre el patrimonio y las decisiones económicas de los sujetos, es decir, que son tan políticas como puedan serlo las medidas fiscales que adoptan los gobiernos.
La consecuencia de todos esos errores y falsedades es que los bancos centrales han venido actuando como fuentes de rentas financieras extraordinarias para determinados grupos sociales mientras que frenaban constantemente la actividad productiva de las empresas y el bienestar de los hogares y provocaban el aumento de la deuda. No han conseguido alcanzar ningún objetivo positivo: la subida muy limitada en los precios que se ha producido en las últimas tres décadas no es un tanto que se puedan apuntar como propio los bancos centrales. Se debe, realmente, a la globalización que ha permitido la entrada en el mercado de docenas de millones de trabajadores asiáticos con salarios de miseria, a la desindustrialización y al debilitamiento del poder sindical.
Lo que sí provocaron los bancos centrales, como he dicho, fue que las fases de recesión fuesen más acentuadas y eso ha hecho que durante muchos años no hayan tenido que luchar contra la inflación sino contra la deflación, la bajada de precios como consecuencia de la falta de empuje de las economías.
No se trata de simples equivocaciones. Son mentiras porque, como dijo Joseph Stiglitz en su artículo Mentiras graves sobre los bancos centrales, estos asumieron estos principios «justo cuando los testimonios empíricos estaban desacreditando las teorías en que se basaban».
Ahora pagamos las consecuencias. Los bancos centrales están paralizados porque no disponen de medidas eficaces para hacer frente a subidas de precios que están provocadas por desajustes en la economía real y no por causas monetarias. ¿Para qué va a servir que suban los tipos de interés cuando los precios aumentan porque las cadenas de suministro están bloqueadas? ¿Cabe pensar que el aumento de costes financieros provocado por tipos más elevados no se va a trasladar a los precios?
La combinación de la crisis industrial global manifestada ya antes de la pandemia y los efectos de esta última han dejado desnudos a los bancos centrales. El armamento ideológico que los ha pertrechado desde que son independientes les impide enfrentarse con eficacia a la inflación cuando no nos podemos permitir que se aborte la recuperación ya de por sí débil y problemática en la que estamos.
Centrarse ahora en la inflación olvidando la necesidad de crear empleos y de evitar nuevas crisis empresariales es suicida; hacerle frente con medidas exclusivamente monetarias cuando proviene principalmente de un bloqueo de la oferta y del poder sobre el mercado de grandes oligopolios es un dislate; dejar que la imprescindible financiación pública de la inevitable transición eco-digital que se acerca quede en manos de los mercados es dinamitarla; seguir haciendo una política monetaria que concentra la riqueza y aumenta la desigualdad sin cesar es incendiario.
Urge cambiar el estatuto de los bancos centrales y la orientación de la política monetaria para hacer frente a la situación actual y al futuro económico más inmediato. Es imprescindible establecer que no persigan la estabilidad de precios como único objetivo sino también la generación de actividad productiva y el empleo, la sostenibilidad y la equidad; deben asumir la financiación de los gobiernos para frenar el crecimiento de la deuda pública y hacer posible la inevitable transición ecológica y digital que se avecina; han de liderar planes de reestructuración de la deuda acumulada a causa de la pandemia; deben actuar coordinadamente para conseguir el buen funcionamiento del conjunto de las políticas económicas; y han de actuar sometidos al debate y escrutinio público porque no toman decisiones técnicas sino tan políticas como las que adoptan los gobiernos.
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