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Rivalizar no está reñido con el vínculo inherente y natural del civismo deportivo, que ha de estar en disposición siempre de confraternizarse, en la propia cancha de recreación

Con el rostro del espíritu olímpico

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La gran noticia está ahí, en esos Juegos Olímpicos de Pequín, que durante este mes van a convertir a la capital China, en un entorno de hospitalidad y entusiasmo. Personalmente, me gusta que la humanidad active el espíritu deportivo, con su ambiente competitivo sano, pero vertiendo sonrisas y sembrando fortalezas, que es lo que realmente nos universaliza y concilia. Desde luego, hay que impulsar este tipo de eventos que nos rejuvenecen el cuerpo, mientras nos hacen vibrar interiormente, con el robustecimiento de las grandezas morales, llevando a la sociedad el impulso del sacrificio, de la resistencia, el tesón y la disciplina. Desde luego, la práctica del ejercicio competitivo, en todas sus manifestaciones atléticas, es un instrumento más de elevación, de educación de la mente y de aprendizaje interno de uno mismo.


Deberíamos, por consiguiente, engrandecer esa antorcha que nos hermana, mediante el respeto mutuo y la comprensión de sus participantes, encarnando valores de juego limpio y solidaridad, más allá del ansia de competir. Rivalizar no está reñido con el vínculo inherente y natural del civismo deportivo, que ha de estar en disposición siempre de confraternizarse, en la propia cancha de recreación. En lugar de enemistarse unos con otros, hay que hacer equipo, y hasta con el contrincante hemos de mostrar consideración. El triunfo radica en superar las diferencias y en hallar el camino de la concordia; tantas veces revalidado por la visión del Comité Olímpico Internacional, afanado en construir un mundo mejor a través del deporte.

                

En efecto, si la llama olímpica representa una gran oportunidad para los participantes y un gran privilegio para todos los humanos, necesitamos hoy más que nunca de otros tonos y timbres más humildes, como hacen esos auténticos gimnastas, aceptando la victoria con modestia y la derrota con afán de superación. Teniendo esto en cuenta, hemos de reconocer que el deporte tiene el poder de transformarnos, de unir a la gente y derribar muros raciales, hasta forjar otro talante y hacer realidad un antiguo refrán chino que dice “una persona realmente sabia ve a todo el mundo como una familia”.


Por lo cual, aquí nunca se desfallece; puesto que, el alma del deportista por sí mismo, todo lo embellece y, con  la presencia de una serena constancia, franquea cualquier adversidad. Sus valores son tan profundos que nada permanece inmóvil. Traspasa la formación física y la eficiencia muscular, sólo hay que ahondar en el rostro de los participantes y adherirse a su poético rastro de elevados ideales, estimulando a la persona a dar lo mejor de sí y a evitar todo aquello mundano, que lo único que fomenta es la compraventa y el comercio más absurdo. 


De ahí, la importancia de la dimensión anímica del olimpismo, sustentada y sostenida en la alegría del esfuerzo, en el valor educativo del buen modelo, en el compromiso social y en el sometimiento a los principios éticos. Sin duda, cualquier movimiento gimnástico es bueno para enmendar este estado enfermizo que cultivamos como sociedad. Poner al deporte al servicio del desarrollo armónico, con miras a promover un circuito pacifico que aglutine y que se ocupe de la preservación de la dignidad humana, es un encuentro vital encaminado a reencontrarnos poéticamente. Al fin y al cabo, somos  pulso de verso que al verso debe regresar en modo robusto. 

                

Este espíritu de activar vínculos, alrededor del movimiento olímpico que se remonta a la antigua Grecia,  lo requerimos como jamás. Ahí queda ese gesto de tregua verdaderamente global, donde todo el mundo acude a competir, a inspirarse y a estar juntos, templando caracteres y ofreciendo divertimentos, extendiendo la mano hacia todo y hacia todos, con un lenguaje universal y comprensible, facilitando el entendimiento entre los pueblos. Sin duda, esto es fundamental para ayudar a eliminar la intolerancia y construir un planeta más auténtico y solidario, bajo el faro de la llama atlética. En las huellas de los deportistas permanece el sacrificio, el sometimiento a las reglas del esparcimiento y a la responsabilidad; así como el estímulo creativo y estimulante de que nadie es más que nadie, con voluntad y empeño.


Estoy convencido, pues, de que el deporte puede dar una valiosa ruta a este mundo globalizado, desorientado y perdido tantas veces en inutilidades y en contiendas absurdas, como la del gran vendaval de odio que las redes sociales suelen sembrar sin miramiento alguno. Naturalmente, en un estadio verdaderamente convulso como el actual, hemos de poner freno a quienes trafican con la venganza y siembran el miedo permanente, apoderándose muchas veces del corazón de las gentes más volubles; sin afectarles, que la carrera de la vida se venza en correspondencia, haciendo linaje, como el espíritu olímpico lo pone de manifiesto.  

Con el rostro del espíritu olímpico

Rivalizar no está reñido con el vínculo inherente y natural del civismo deportivo, que ha de estar en disposición siempre de confraternizarse, en la propia cancha de recreación
Víctor Corcoba
lunes, 7 de febrero de 2022, 09:56 h (CET)

La gran noticia está ahí, en esos Juegos Olímpicos de Pequín, que durante este mes van a convertir a la capital China, en un entorno de hospitalidad y entusiasmo. Personalmente, me gusta que la humanidad active el espíritu deportivo, con su ambiente competitivo sano, pero vertiendo sonrisas y sembrando fortalezas, que es lo que realmente nos universaliza y concilia. Desde luego, hay que impulsar este tipo de eventos que nos rejuvenecen el cuerpo, mientras nos hacen vibrar interiormente, con el robustecimiento de las grandezas morales, llevando a la sociedad el impulso del sacrificio, de la resistencia, el tesón y la disciplina. Desde luego, la práctica del ejercicio competitivo, en todas sus manifestaciones atléticas, es un instrumento más de elevación, de educación de la mente y de aprendizaje interno de uno mismo.


Deberíamos, por consiguiente, engrandecer esa antorcha que nos hermana, mediante el respeto mutuo y la comprensión de sus participantes, encarnando valores de juego limpio y solidaridad, más allá del ansia de competir. Rivalizar no está reñido con el vínculo inherente y natural del civismo deportivo, que ha de estar en disposición siempre de confraternizarse, en la propia cancha de recreación. En lugar de enemistarse unos con otros, hay que hacer equipo, y hasta con el contrincante hemos de mostrar consideración. El triunfo radica en superar las diferencias y en hallar el camino de la concordia; tantas veces revalidado por la visión del Comité Olímpico Internacional, afanado en construir un mundo mejor a través del deporte.

                

En efecto, si la llama olímpica representa una gran oportunidad para los participantes y un gran privilegio para todos los humanos, necesitamos hoy más que nunca de otros tonos y timbres más humildes, como hacen esos auténticos gimnastas, aceptando la victoria con modestia y la derrota con afán de superación. Teniendo esto en cuenta, hemos de reconocer que el deporte tiene el poder de transformarnos, de unir a la gente y derribar muros raciales, hasta forjar otro talante y hacer realidad un antiguo refrán chino que dice “una persona realmente sabia ve a todo el mundo como una familia”.


Por lo cual, aquí nunca se desfallece; puesto que, el alma del deportista por sí mismo, todo lo embellece y, con  la presencia de una serena constancia, franquea cualquier adversidad. Sus valores son tan profundos que nada permanece inmóvil. Traspasa la formación física y la eficiencia muscular, sólo hay que ahondar en el rostro de los participantes y adherirse a su poético rastro de elevados ideales, estimulando a la persona a dar lo mejor de sí y a evitar todo aquello mundano, que lo único que fomenta es la compraventa y el comercio más absurdo. 


De ahí, la importancia de la dimensión anímica del olimpismo, sustentada y sostenida en la alegría del esfuerzo, en el valor educativo del buen modelo, en el compromiso social y en el sometimiento a los principios éticos. Sin duda, cualquier movimiento gimnástico es bueno para enmendar este estado enfermizo que cultivamos como sociedad. Poner al deporte al servicio del desarrollo armónico, con miras a promover un circuito pacifico que aglutine y que se ocupe de la preservación de la dignidad humana, es un encuentro vital encaminado a reencontrarnos poéticamente. Al fin y al cabo, somos  pulso de verso que al verso debe regresar en modo robusto. 

                

Este espíritu de activar vínculos, alrededor del movimiento olímpico que se remonta a la antigua Grecia,  lo requerimos como jamás. Ahí queda ese gesto de tregua verdaderamente global, donde todo el mundo acude a competir, a inspirarse y a estar juntos, templando caracteres y ofreciendo divertimentos, extendiendo la mano hacia todo y hacia todos, con un lenguaje universal y comprensible, facilitando el entendimiento entre los pueblos. Sin duda, esto es fundamental para ayudar a eliminar la intolerancia y construir un planeta más auténtico y solidario, bajo el faro de la llama atlética. En las huellas de los deportistas permanece el sacrificio, el sometimiento a las reglas del esparcimiento y a la responsabilidad; así como el estímulo creativo y estimulante de que nadie es más que nadie, con voluntad y empeño.


Estoy convencido, pues, de que el deporte puede dar una valiosa ruta a este mundo globalizado, desorientado y perdido tantas veces en inutilidades y en contiendas absurdas, como la del gran vendaval de odio que las redes sociales suelen sembrar sin miramiento alguno. Naturalmente, en un estadio verdaderamente convulso como el actual, hemos de poner freno a quienes trafican con la venganza y siembran el miedo permanente, apoderándose muchas veces del corazón de las gentes más volubles; sin afectarles, que la carrera de la vida se venza en correspondencia, haciendo linaje, como el espíritu olímpico lo pone de manifiesto.  

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