Mientras Roger se afligía entre sus pensamientos, pero le daba gracias a la vida, aunque fuesen lóbregos. Ana su esposa ese día regresó a la casa ansiosa por contarle, una mala noticia. En ese momento pese a todos los desplantes que le prodigaba, ella tuvo la necesidad de sentirse contenida por Roger. Y él la escuchó con atención, le tomó las manos y la acompañó en el periplo; a las visitas médicas, durante la internación y también después, cuando estuvieron nuevamente en la casa, con las sondas como colgajos o extensiones de su cuerpo, y él, solicitó a sus reclamos, le servía el té azucarado. y le alcanzaba el pañuelo perfumado con unas gotitas de colonia para que se refrescase.
Roger cumplía, con todo aquello que, a Ana la hacía sentir bien. Hasta aquel día en que su alma, ya yerma, dictó a sus labios la frase final… “¿Sabes qué? Pareces un pulpo desordenado, pero yo te voy a ayudar…, y sin decir más, estiró su brazo derecho, la mano abierta, temblorosa y desafiante. De un modo distinto al de ella, sumisa y obediente ante las reglas del aburrimiento de aquel “amor” manual mental.
En otras ocasiones, él la despertaba a la mitad de la noche con un beso en la nuca y ella, la mayoría de las veces, lo alejaba con la mano, a la vez que se acomodaba boca arriba. Y entonces él también se acomodaba, y le daba la espalda. Y a la mañana siguiente, se despedía con un beso y un “Te llamo luego, amor”.
Ahora su vida–la de ambos- transcurría rutinaria y sin excitaciones, sin sorpresas, con caricias descuidadas o sin ellas. Entre apuros, corridas y ocupaciones, nunca hubo amor sincero, todo parecía, pero nunca existió, por eso se esfumó, ella vivía como si no se hubiese enterado de que esas caricias no existieron, lo que sucedía era que Ana tenía “otros amoríos” que no le permitían atender su hogar y por eso vino la separación, lo cual fue lo mejor. Ninguno de los dos reclamó nada, porque cada quien sabía su propio cuento, y cuento acabado.
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