Por segunda vez —la primera fue allá por 1999— me encuentro entre los diez finalistas del Premio Planeta de Novela 2008, esta vez enmascarado con un pseudónimo. No; no descubriré cuál es el pseudónimo, pero sí apuntaré que a unas horas de la entrega del galardón, lo mismo que en 1999, no he recibido todavía invitación alguna para participar en la ceremonia de entrega. Nada más lógico, por supuesto, en un concurso en el que se participa de incógnito y cuya plica, según el proceso anunciado, se abrirá sólo en el momento en el que sea proclamada la obra ganadora. Lo curioso del caso, si es que es curioso, es que siempre suele estar invitado el escritor que gana, aun si también ha participado enmascarado con un pseudónimo. ¿Qué raro, no?...
Aunque no tengo sello editorial que edite mis obras (ni siquiera editorial que las haya leído cuando se las he enviado), me considero un poco como el escolta de lujo de tantos laureados en premios multimillonarios o de tanto postín. Estuve entre los finalistas del La Rama Dorada del 86, del Azorín en el 97, del Planeta en el 99, en el 2002 simultáneamente del Ateneo de Sevilla y del Fernando Lara, y ahora en el Planeta 2008 de nuevo. En todos estos años, que no son pocos, y en todos estos premios, que no son menudos, sólo me invitaron a las ceremonias de entrega del La Rama Dorada y del Fernando Lara, y en ambos casos hubo cierto espectáculo: en el primero por las protestas de uno de nuestros más insignes y laureados escritores actuales, el cual acusó a voz en grito al tribunal de trampa; y el otro, porque los diez finalistas estábamos ubicados en mesas tan distantes de la presidencial cual íbamos quedando eliminados en las supuestas votaciones: más lejos, los que antes eran eliminados, y en la mesa de al lado, el ganador. Decepcionante.
El Premio Planeta de Novela pasa por ser el más espléndido del mundo en cuanto al monto económico que comporta. La calidad es otra cosa. A casi todos los autores nos importa sobremanera este premio por dos razones: por el dinero, que no es poco, y, sobre todo, por la difusión de la obra, de la cual se editan cientos de miles de ejemplares aun contra su calidad. Te universaliza y te faculta como autor para alcanzar tu fin último: llegar a los lectores de todo el mundo. Tu voz, con ello, adquiere potencia universal. Sin embargo, el autor avisado comprende que lo de esta editorial es el negocio, y por ello la editorial tiene menos oportunidades de rentabilizar su inversión concediéndole el Premio a un desconocido que otorgándoselo a una figura mediática o a una vaca sagrada, aunque difícilmente sepa hacer la O con el culo de un vaso. Así es la cosa, y sabiendo esto concurrimos los que ya tenemos un pequeño bagaje con la cosa ésta de las letras. A los que se presentan sin ser nadie afamado, aunque sea en el mundillo del cotilleo o perpetrando berbaridades, y mantienen viva la esperanza de ganar, sólo se les puede decir una cosa: “Mi querido Inocencio...”
No; nunca he ganado un Premio ni nunca una editorial se ha dignado a leer una de las novelas que les he enviado, y aun así de vez en cuando participo en estos premios. Calidad, si le damos alguna clase de crédito a los numerosos y supuestamente muy calificados jurados que me han distinguido en seis distintas ocasiones con alzar mis obras a las finales de premios tan reputados, es de suponer que no les falta, pero ni así hubo nunca nadie que se interesara por ellas, forzándome a crear mi propios sello y descuartizar en vano mis ahorros o los haberes obtenidos de una vida profesional que discurre por necesidad por muy distintos derroteros a los literarios. La Literatura, ya, no es sino un negocio como otro cualquiera; el arte pasó a mejor vida hace tiempo. O a lo mejor es que no estoy en el chiringuito, que no conozco a las personas adecuadas o que simplemente me niego al lametón que pague el peaje por participar en uno de esos orgiásticos programas televisivos donde todos los participantes dan cera a tutiplén al divo. No sé, pero lo asumo.
Escribo, ya se ve que no por la retribución, sino por vocación —nunca más demostrada con las trece novelas que me respaldan a pesar de todo esto—, y, además, mi experiencia como eterno finalista y como escolta de triunfadores me sirve, y mucho, para poder afirmar que no publica el que debe, ni aun gana los concursos el que lo merece. ¿Por qué están siempre presentes los ganadores, aun participando bajo plica, si la plica se abre cuando se otorga el galardón y a la ceremonia se va con invitación?... ¿Quién es capaz de invitar a quien no sabe a priori que ganará?... ¿Hay en los jurados, además de vacas sagradas y laureados sabios de las letras, algún mandinga o algún adivino que sondee el porvenir e indique a quién se ha de invitar porque es el ganador?... A mí, será por resentimiento, qué quieren que les diga: que esto me huele a chamusquina. Es posible que no haya trampa en la totalidad del certamen (la selección), pero da la impresión de que en su resolución, sí.
Planeta, como el todo el mundo, puede hacer lo que quiera con su editorial y su dinero que para eso es suyo; pero tengo el pálpito de que montárselo así es servirse de estos nosotros, autores desconocidos pero con talento —si damos un mínimo de crédito a los jurados— para descollar o ensalzar una obra y uno de sus autores sobre tantos cientos de obras y autores. Cuestión de márquetin, seguro. Sin embargo, por decirlo pronto, para mí es abusar de nuestra candidez o nuestra inocencia, si no una estafa. Y algunos, tal vez sin razón, nos sentimos estafados. Después de todo, a esa obra y a ese ganador que se eleva y triunfa lo soportamos nosotros los perdedores —gratis— sobre nuestros hombros. Uno, siendo o no autor, es elevado al triunfo del escritor, y los escritores degradados al rango de corifeos. La literatura no es literatura hoy, sino una forma más de hacer negocio; y ser escritor hoy no es ser escritor, sino una de las muchas formas que existen de comportarse como un auténtico estúpido.
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