Uno de los aspectos más destacados y que más admiración ha causado en esta última funesta semana, ha sido sin duda el enaltecimiento por parte del pueblo francés de sus símbolos republicanos: la Marsellesa y la bandera tricolor. El propio Rey de España ha destacado este hecho, manifestando que: “La República De Francia y el pueblo francés han reaccionado de forma ejemplar… Con un mensaje de unión nacional entorno a valores que todos compartimos”.
Precisamente la nacionalización de estos emblemas se produjo durante la III República, un Régimen que tuvo que enfrentarse, como la V República, a múltiples desafíos con el hándicap de carecer de prestigio moral, tras emerger fruto de los trágicos sucesos de Sedán y de la Comuna parisina.
Diversos retos decíamos, como los provocados por el escándalo de la venta de condecoraciones protagonizada por el yerno del Presidente de la República Jules Grevy, o la polémica suscitada por la denuncia de un periódico francés de sobornos por parte de la Compañía de Panamá, a una serie de parlamentarios y periodistas, para que mediasen en la aprobación de una ley fiscal favorable a dicha empresa.
Pero sin lugar a dudas, fue el affaire Dreyfus uno de los sucesos más trascendentales de este período finisecular. La puesta en marcha de toda una cadena de manipulaciones y denuncias falsas para acusar de espía alemán al Teniente Coronel Dreyfus, alsaciano y judío, contó como se demostraría años más tarde, con la plena implicación de los principales responsables del Estado Mayor, del Ministerio de la Guerra y de la Justicia.
La pasión popular alimentada por la prensa, desató un intensísimo debate que fracturó la sociedad: por una parte los defensores de Dreyfus que representaban la opinión de la izquierda, republicanos e intelectuales como Zola o Sorel; por otra parte sus opositores encarnados por la Francia conservadora y nacionalista. El primer grupo argumentaba que estaba en juego en este lance la libertad y la justicia; a la inversa los abanderados de preservar los valores y las esencias de la Francia tradicional y “eterna”. Muchos observadores supusieron que el affaire estabilizó y centró la República, posibilitando el éxito del Partido Radical de Clemenceau, aunque no pocos autores sostuvieron que el vencedor moral de la cuestión fue el nacionalismo.
Y es que si de algo se alimentó esta III República, fue del revanchismo. Este deseo se evidenció en otro controvertido capítulo. Fue el movimiento surgido en torno al general Boulanger, que reclamando una política de firmeza y desquite contra el Imperio alemán, logró crear una atmósfera propicia para un golpe de Estado, ante el que finalmente titubeó ante la posibilidad de verse procesado. Huyó a Bélgica y posteriormente se suicidó.
Lo cierto es que curiosamente, como en la actualidad, el gobierno francés afianzó la alianza con Rusia, aumentó los gastos militares … y poco a poco, se produjo un deslizamiento del Régimen hacia la derecha, circunstancia ésta muy perceptible al menos una década antes del comienzo de la I Guerra Mundial. Parecía inevitable la guerra contra Alemania, y ante esta coyuntura toda Francia se unió: Union sacrèe se dirá. Ni siquiera el impactante asesinato del líder socialista Jaurès provocó división en Francia.
Hoy en día muchas voces en Francia evocan aquella Unión Sagrada, imprescindible para enfrentarse con garantías, como entonces, a este nuevo desafío externo ¿Estamos ante una reedición de aquella unidad? ¿Sería posible su traslación a España? Ojalá pudiese como ha manifestado el Rey Felipe VI, ser invocada también al unísono por el pueblo español. Aunque mucho me temo y parafraseando a Zola, que las palabras del Soberano, quedarán simplemente como un “ardiente deseo, no más que un grito del alma”.
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