El trap es el más claro ejemplo, en los últimos tiempos, de la deriva posmoderna que impera (bajo la inapelable lógica capitalista) sin atisbo de sólidas alternativas en lontananza. Dicho estilo musical es una tisana en la que cabe casi de todo. Es un cajón de sastre en el que los más heteróclitos mimbres son articulados en torno a cuatro o cinco parámetros básicos que lo hacen reconocible por entre la patiovecinal globalidad, en la que todo se asienta con vistas a una pronta caducidad, o como materia prima de nuevos efímeros fenómenos.
Todos los movimientos, desde el dadaísmo tzarista, y antes, han tenido sus voceros (detractores, vindicadores o constatadores); tenemos el ejemplo de “La deshumanización del arte”, de Ortega, libro que fue asumido como panfleto o manifiesto, cuando, en puridad, era un ensayo sobre sociología del arte que analizaba los resortes de los novedosos fenómenos artísticos que se venían produciendo en Occidente.
Algo parecido (salvando las distancias) ha sucedido con el también heterodoxo filósofo Ernesto Castro, quien se erigió en la referencia intelectual del movimiento musical brotado de las costillas del rap y el reaggeton, de los que aúna elementos en el intrincado orbe para cuya clasificación se acostumbra a hacer uso de una más hiperónima expresión: “música urbana”. El trap, así, sería hipónimo de tal fenómeno, y Castro fijó su lupa académica en él.
Ubicuo y conspicuo, el joven filosofador aplicó egregios mimbres culturalistas en pos de interpretar e interrelacionar estos fenómenos músico-culturales de última hora. Y, partiendo de presupuestos ontológicos, elucida divulgativamente los flejes en que se sostiene lo trapero.
Entrevé este teórico un discurso no exento de fundamentaciones tras el marchamo de frívola vacuidad, pues se saldría —apuntaba— este movimiento por la tangente, no convergiendo ni con la izquierda de catecismo ni con la derecha rigorista. Para Castro, se trata de un estilo “transgénero”, hijo de la crisis económica y de líneas de pensamiento como el “aceleracionismo”. A su entender, sería una tendencia “impolítica” y antisistema que juega del modo más posmoderno con la propia posmodernidad y que, lejos de renegar de los elementos más superficiales del capitalismo, gusta de enredar recreativamente con ellos, asumiéndolos y exhibiéndolos ostentosamente. Sería este un juego con la aparente falta de expectativas y de horizontes colectivos.
Se da una fusión —ha ido teorizando acá y allá Castro— entre lo plebeyo y lo académico en las letras del trap, que no ocultan las lacras sociales que la cara b de nuestras sociedades asila; lo suntuario en su versión más hortera es reivindicación del postureo. Señalaba asimismo Castro que este del trap fue un fenómeno surgido en torno a 2013, producto, entre otros factores, de las grandes tasas de paro, proviniendo su nombre de las “trap houses” (casas de la trampa), lugares donde se traficaba en el sur de Estados Unidos, emergiendo como una evolución del “gansta rap”, por darse una evolución entre el rapero “gansta” y el “trapero”: el primero sería traficante, y el segundo, consumidor.
Así, poseería el trap un trasfondo ideológico anarco-capitalizante expresado exteriormente a través de la exhibición del lujo. Las cantantes, no en vano, suelen llevar las uñas muy largas porque tal cosa viene a significar que no necesitan realizar trabajo manual ninguno; se estiliza el chándal hasta el punto en que los vídeos musicales llegan a semejar anuncios de las marcas de estos. También se produce aquí un empoderamiento de la mujer a través de su propia sexualización; además, adquiere notoria relevancia el uso recurrente del “auto-tune”, que convierte a la voz en un instrumento más; los tatuajes en la cara cabe entenderlos como una forma de dar la espalda a la sociedad de clase media, al invalidar a quien de tal guisa se muestra para la vida burguesa convencional, etc.
Al fin, tenemos a una serie de artistas que ya han venido ahormados por el cibercapitalismo turboconsumista en el que amanecieron a la vida adulta y que, en muchos casos, han entrado en el círculo de lo “mainstream” pegándole duro al “mainstream”. A diferencia del punk, que se enfrentaba a cara de perro al capitalismo, de manera convencida (véase a Evaristo Páramos) o postural (véase a otros), los traperos surfean sobre el oleaje mediático y sensacionalista de dicha lógica, lanzando, de soslayo, alguna que otra puya al “statu quo”.
Afirmaba Castro que el declinar del trap se empezó a obrar a partir de 2016, conectado con esa lógica antes apuntada de lo efímero, tan posmoderna.
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