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Armonía intergeneracional

En las comunidades campesinas los abuelos continúan siendo el pilar de la familia. El problema surge en las ciudades modernas. La pérdida de la relación directa produce efectos desastrosos de los que algunos sociólogos ya dan la voz de alarma
José Carlos García Fajardo
miércoles, 20 de enero de 2016, 23:31 h (CET)
Los abuelos son muy necesarios para el equilibrio intergeneracional. Conocen su proceso y se han ido adaptando a las transformaciones sin perder los valores tradicionales. Y el auténtico progreso no es sino la tradición en marcha. Lo demás amenaza con la deshumanización de las relaciones sociales. ¿Es para las abuelas un placer dedicar este tiempo al cuidado de los niños o una obligación? Sólo nueve de cada cien lo concibe como una obligación. El 82% están contentos pero sólo lo justifican por la necesidad del trabajo para los padres, y valoran que estos tengan atenciones con los abuelos, y que, si lo necesitan, contribuyan a la economía de los abuelos de manera discreta. Los cuidados diarios no impiden el contacto con sus nietos en otras ocasiones porque dos terceras partes dicen que también los ven en fines de semana.

Pero en una sociedad en la que hay unos 800 millones de personas mayores de 65 años, con unas previsiones de llegar a dos mil millones antes de cincuenta años, es preciso reflexionar sobre su calidad de vida, porque una cosa es envejecer y otra crecer y madurar. Pero junto a estos abuelos que viven en buena relación con sus familias, está el problema de las personas mayores que viven solas y no se saben queridas ni necesarias. Esa sensación de soledad impuesta y no asumida, de ir desviviéndose al constatar cada día una nueva avería, una dificultad, una pérdida de elasticidad y de autonomía va deteriorando su calidad de vida y convierten a quienes podrían ser fuentes de experiencia y de sabiduría en seres que procuran pasar desapercibidos, hasta hacerse casi invisibles. No quieren estorbar y se hacen a un lado, hasta hacerse invisibles. Por eso se ocupan de los niños que los quieren y con los que juegan y ambos se saben felices porque no se juzgan ni se exigen ni se miden, sólo se ríen en complicidad establecida desde el corazón y la ternura. Si queréis aniquilar a un viejo separadlo de los niños.

Esto sucede porque hemos permitido la implantación del torpe concepto de que sólo lo joven es hermoso y valioso, porque dicen que es productivo. Abdican de un mundo de valores sin los cuales vivir carece de sentido, actúan como si todo estuviera presidido por el concepto de la productividad, de la rentabilidad, del beneficio. Hemos caído en la trampa de que vale más lo que más cuesta. Hemos asumido con la mayor naturalidad que nos eduquen para ser “personas de provecho”, “útiles”, “para conseguir un buen trabajo”, “para tener títulos”. ¡Hasta hemos permitido que nos consideren recursos humanos, buenos para ser explotados!

Nadie dice a los jóvenes y a los niños que la educación tiene como objeto ayudarles a ser felices, a ser ellos mismos para poder afrontar las circunstancias cambiantes de la existencia. Actuamos como si tuvieran que aprender a vivir para trabajar, en lugar de trabajar lo necesario para poder vivir con dignidad, felicidad y armonía.

En esta sociedad urbanita y desalmada, vivimos para tener, en lugar de vivir para ser nosotros mismos en compañía de los demás. Por eso procuramos doblegarlos desde la infancia, mediante la coacción y el temor, para que obedezcan, para que no pregunten, para que callen y se repriman en lugar de ayudarles a florecer su inmenso cauce de energía. Dentro de un orden porque de lo contrario regiría la ley de la selva, la ley del más fuerte. Pero un orden como resultado de la sobriedad compartida porque el ser humano nace para realizarse en la vida y ser feliz asumiendo su realidad y transformándola sin desesperación.

Se ha asumido que, al dejar de producir, hay que aparcar a las personas mayores, para que no molesten, para que dejen su puesto a los más jóvenes, para que se ocupen de sus dolencias y de sus goteras. Por eso proliferan los “aparcamientos de los improductivos”, sin reparar en que las personas mayores, en todas las culturas que han contribuido al auténtico progreso de la humanidad, han sido respetadas y veneradas. En China sería una falta de educación decirle a una persona mayor “¡Qué joven la encuentro!” En toda África y en India, así como en la América campesina, a los ancianos se les ofrece el mejor asiento y los bocados más tiernos, se les consulta, se les escucha en silencio, se les facilitan las cosas para que sus vidas maduren en paz y con sosiego. Porque las personas mayores son el bien más preciado de una sociedad bien estructurada.

La madurez es aceptar la responsabilidad de ser uno mismo. Arriesgarlo todo con tal de ser uno mismo.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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