La larga lista de municipios que van desangrándose paulatinamente, a consecuencia del abandono del mundo agrícola y ganadero por parte de las estructuras gubernamentales, de la España interior, claro es, y con sus gentes, sobre todo los brazos jóvenes, en una larga hilera y en un rosario continuado de emigrantes marchándose camino de las áreas desarrollistas, con preferencia por Cataluña, el País Vasco y Madrid, conforma todo un fenómeno que se dimensiona y expande de modo gigantesco desde los años sesenta. Una marcha de pesares y adioses, dejando tras de sí la sabiduría y los esquemas de vida, que continúan goteando de modo dramático, en el corazón de las provincias y los pueblos de la mal llamada España vaciada, que no es más que la España Abandonada de forma alevosa.
Un goteo que continúa despoblando incesantemente cientos, miles de municipios, que van quedando en mera estructuras residuales, y que dura ya, a ojo de buen cubero sesenta años largos, sin que se hayan percibido esquemas, proyectos, inquietudes, desde los poderes y resortes de los Gobiernos respectivos, incluidos los de las Comunidades Autónomas, que, en su dejación de funciones, siguen posibilitando de forma vertiginosa la potenciación migratoria en un mundo tan sorprendente mágico como duro, cada día más en silencio, cada día más en soledad, como es el que se conforma en la profundidad y hondura, en el misterio impenetrable de esa otra España, cada día más dejada en sus abandonos y en sus ruinas. También, claro, en la inmensidad de sus paisajes, de sus construcciones típicas, de sus huertos, de sus rebaños, de sus tinados, de sus guisos, de sus remedios, de su sabiduría en la supervivencia, de ese mundo que latía y que late con vehemente fuerza en y con la pasión de la tierra en la que le nacen a uno. El gran y desconocido pecado de la España interior.
Lo que hoy, otros, vestidos con sus ropajes políticos–y algunos con las vestimentas de la comunicación-- de prepotencia y mando, denominan la España Vaciada, pero que tampoco se han esforzado lo más mínimo en pro de la recuperación de nuestros pueblos, lo que no es un hecho de hoy, y cuyos lugareños, envejecidos y en soledad, asisten a la pérdida de un caudal de riquezas agrícolas, ganaderas, rurales, tradiciones, costumbres, humanas, como es el caso de las tertulias y las parrafadas, y otras de un extraordinario calado, que se difumina sin remedio alguno, por culpa de ese afán de privilegiar grandes ciudades con impresionantes núcleos industriales… Mientras algunos, ahora, desvergonzadamente, pretenden obtener un rédito político de esas buenas gentes, todo humildad y entrega rural, todo esencia de pueblo y campo, todo resignación, que tan solo claman por sus soledades y necesidades, por las mínimas atenciones para salir delante de ese recinto del pueblo y del que pocos ya, muy pocos, son los que aspiran a salir de tales núcleos. No es la España Vaciada, como se atreven a afirmar pomposamente algunos. Es, sencillamente, la España Abandonada que va sintiendo en sus carnes desde hace años el tremendo dolor de las carencias, de las ausencias, de las necesidades, de los olvidos, de la soledad, por culpa del abandono de quienes pudieron evitarlo, mientras esos pueblos españoles, sin signo alguno de apuntalamiento, se avejentan, los jóvenes, los brazos fuertes --los más necesarios-- continúan marchándose, “porque no hay más remedio que salir de estos lugares resecos de economía y ayudas”, nos dice un paisano cacereño—de esos parajes, siempre tan inmensos, pero cada día más olvidados de la mano de Dios, que se conforman en la geografía soriana y zamorana, palentina y cacereña, segoviana y conquense, turolense y pacense…
Pueblos que poco a poco van agonizando, en un latido de angustia irremediable, entre las más severas, obscenas y escandalosas desatenciones, de malos tratos… Pueblos que se van muriendo de pena, sin familias completas, sin niños, sin maestros, sin médicos, sin veterinarios, sin farmacias, sin las tiendas de aquellos tiempos, sin carpinterías, sin pastores, sin matanzas tan siquiera, sin compañía, perdidos por numerosos ramales de cualquier carretera, lejana y desatendida, como ellos mismos, sus habitantes, personas, gentes de carne y hueso, que ya, a estas alturas, tan solo quieren y necesitan un mínimo de dignidad, mientras se encuentran desamparados entre ignominias, y, poco a poco, se van hundiendo, desde hace largos años, en una soledad irremediable, forzada por ese camino de la emigración de sus gentes. Pueblos que van cayendo en picado, lamentable, vertiginosamente, en el censo poblacional, con las calles repletas de casas vacías, olvidadas, de un mundo rural al que son pocos los que quieren –tal vez, solo, sus propios habitantes y familiares de la emigración-- que se encuentran en ese mundo extraño de la soledad y el olvido por entre los caminos del corazón de España, desangrándose, de forma paulatina, el rico legado de la cultura popular y que se hunden en sus soledades, que les generaron el olvido así como las faltas asistenciales de quienes tenían la obligación moral de haberles ayudado.
Los pueblos de la España interior se van muriendo lentamente, por culpa de otros que andan apoltronados… Mientras tanto, el campo, principal fuente de ingreso de tantos y tantos pueblos a lo largo de la historia, en el caminar de la España interior, se hunde en la despoblación y en la ruina. Líbrelos a esos pueblos y a sus gentes, quien deba, de los que, ahora, en sus ruinas y declives, aún quieren rentabilizar sus últimos suspiros.
NOTA: La fotografía de Jimena Ruiz es del pueblo cacereño de Cabañas del Castillo. En 1950 contaba con 1416 almas. Hoy, setenta años después, ya solo tiene 416 habitantes.
|