Por encima de lo ofendidos que se hayan podido sentir los aquejados de tan seria dolencia ―que en cualquier caso se comprende, solo faltaba―, echa uno de menos en el anuncio ese de los «derrochólicos» a gente como Fernando Alonso, como Pedro Sánchez, como la dupla paternofilial de los Sainz, como los hermanos Márquez, o como Laia Sanz… y quizá también a algún que otro periodista deportivo, de esos que se desgañitan cada vez que el bólido del compatriota rebasa al del extranjero. Porque quienes salen en el mencionado anuncio son actores de publicidad (dignísima profesión), y encima con los ojos tapados, por ocultar su rostro. Pero mucho más eficaz sería, entiendo, que los protagonistas fueran personajes bien conocidos por la sociedad en pleno, sin capucha, a cara descubierta, confesando a los cuatro vientos su «derrocholismo». Ahí sí darían en el clavo los publicistas. Pero claro, son dichos astros intocables, y ni se nos pasa por la cabeza que para derroche desvergonzado, las actividades en las que ellos y ellas participan. Sale más a cuenta señalar con el dedo al ciudadano anónimo que por descuido olvidó apagar la luz del pasillo mientras fue a por pan. Para eso estamos los parias sociales, don Tancredos para lo que se tercie. Y se tercia mucho.
Pues sí, ahora que nos meten por los ojos lo del coche eléctrico, impuesto a machamartillo por las élites, esas que hacen justo lo contrario de lo que predican, con un par, porque ellos lo valen, me da por pensar que nada se dice ―al menos yo no lo he oído― de las actividades humanas objetivamente prescindibles que al mismo tiempo queman combustibles fósiles como si no hubiera un mañana. ¿No les parece cuando menos curioso? A mí, más que curioso, lo que me parece es una puta vergüenza que sobre estos señoritos no solo se pase de puntillas, sino que se les eleve al podio del Olimpo y se les convierta en iconos sociales que llenan horas de televisión y un sinnúmero de revistas especializadas, incluidas las del colorín llegado el caso.
Si nos atenemos a la contaminación generada por la Fómula 1, más merecería tal modalidad deportiva el epígrafe de Fórmula Mierda, pues no por escatológico deja de ser más objetivo. Porque, a poca conciencia medioambiental que se tenga, duele pensar en la huella de porquerías varias que toda esa parafernalia aporta a la atmósfera, que al parecer tanto nos preocupa. Pocas instalaciones deportivas serán menos «sostenibles» que los circuitos de carreras, se mire por donde se mire. ¿Y nos hemos parado a pensar lo que supone el traslado de todo el aparataje que arrastra un gran premio de esos. Hoy compiten en Singapur, dentro de dos semanas en Brasil, y en un mes los tenemos en Canadá. ¿Se atreverían a ofrecernos las cifras ecológicas de lo que implica uno de estos eventos, que apenas se alarga durante unas horas de competición? Tan obsesionados que estamos con el dichoso ceodós, que tengan el cuajo de decirnos cuántas toneladas del mismo supone el montaje de tan elefantiásica estructura, más la carrera, más el desmontaje de la ciudad. Que nos lo digan, y que luego nos hagan sentir culpables por conectar la batidora de frutas unos segundos más de lo estrictamente necesario. Miren, tan rechazable es la violencia gratuita como no ejercerla cuando la situación lo merece. Ahí lo dejo.
Ya sé que la contaminación no es deseable. Hasta ahí llego. Como sé que la dependencia de recursos finitos nos llevará al colapso más pronto que tarde, porque el tiempo pasa muy rápido y la explotación de los yacimientos de combustibles fósiles no es como la silvicultura, cuya materia prima se renueva cada cierto tiempo. Si acabamos en siglo y medio ―un «pestañeo» en la historia de la Humanidad― con lo que tardó en formarse millones de años, los números no salen ni torturándolos. También a eso llego. Por dicha razón me recuerdo desde siempre ecologista practicante, sin saberlo, y menos aún importarme la etiqueta. Para mí siempre respondió al sentido común, y sobre todo a la solidaridad global, tratar de pasar por este mundo sin dejar demasiada huella, valga la expresión. Mis padres así me lo ordenaron, y no hizo falta más. Nunca tiré papeles al suelo, y hasta las cáscaras de pipas eran recogidas en sus propias bolsas, que iban luego al contenedor. De arrojar el chicle al asfalto, perdido ya su sabor inicial, ya ni les cuento. Veo la entrada de las tiendas de chuches cubierta de estratos de goma de mascar de los más variados colores, y me da por pensar qué hemos aprendido durante las últimas generaciones por cuanto a «militancia cívica». Atisbo que entre poco y nada. No hay colegio que no tenga su Día de la plantación arbórea, su Semana medioambiental, su Mes de la conciencia empática. Ya… Meras escenografías sobreactuadas, para tranquilizar conciencias y cumplir con la famosa Agenda. Que no me cuenten milongas, porque creo saber en qué mundo vivo. Concretamente, en uno donde prima el adanismo, la hipocresía, la cultura de la foto en redes sociales.
Mejor si evitamos hacernos trampas al solitario. Y para empezar con tan noble propósito, bien está llamar a las cosas por su nombre en base a su naturaleza, sin edulcorantes empalagosos ni aderezos estético‑propagandísticos. Así pues, Fórmula Mierda.
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