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El pleno de la no investidura

No sabría decir si aquello recordaba más a una asamblea universitaria o a los debates del ágora ateniense
Mario López
viernes, 4 de marzo de 2016, 08:12 h (CET)
El pasado día 2 de marzo asistimos a la representación de un debate cuya finalidad última, investir a Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, no se alcanzó. Ahora, lo que sí nos dejó fue la imagen de una forma inédita de ejercer el parlamentarismo en nuestro país. No sabría decir si aquello recordaba más a una asamblea universitaria o a los debates del ágora ateniense, pero, desde luego, nada que ver con los plenos de los últimos cuarenta años.

El ágora ateniense era, a la vez, el centro de gobierno donde los atenienses se reunían para discutir sus leyes y decidir el futuro político de su ciudad, un recinto sagrado donde se alojaban los templos dedicados a Hefestos, Zeus y Apolo, la sede judicial donde se celebraban todos los juicios (ahí se condenó a Sócrates a pena de muerte) y el mercado. En el pleno del día 2 se discutió el futuro de España, pero no se rindió culto a ningún dios; en cambio, hay que decir que sí se trató la aritmética de los votos, la mercancía imprescindible para rematar un acuerdo de investidura. De la asamblea universitaria, el pleno del día 2 tuvo de bueno y novedoso esa libertad de interpelaciones, cruce de exordios, la informalidad en el trato (el presidente de la cámara llegó a tutear al líder de Podemos) pero, también hay que decir, esa proclividad a perderse en asuntos menores, tan connatural en los estudiantes, que pueden llegar a causar cierta zozobra en mentes provectas como la mía.

En fin, que lo de menos es a lo que hayan llegado sus señorías en lo tocante a la futura investidura de un incierto candidato a presidente del Gobierno. Lo que el pleno del día 2 ha puesto en evidencia es el cambio radical que ha sufrido el Parlamento en sus maneras, la ruptura de corsés. Y esto parece irreversible, y no está mal. No solo las rastas se han hecho un lugar en la Cámara Baja, también el Reggae.

Y, bueno, hay quienes piensan que el pleno del día 2 ha roto todos los puentes de interlocución entre las distintas fuerzas que parecían llamadas a entenderse. Y hay quienes opinan que el pleno ha supuesto una especie de catarsis a partir de la cual se inicia una nueva etapa de negociaciones que, inexorablemente, ha de finalizar en la formación de una mayoría suficiente para investir al nuevo presidente, sin tener que volver a las urnas. Bueno, de aquí a dos meses, visto lo visto, puede ocurrir cualquier cosa. Igual vuelve a cobrar actualidad las palabras de Emilio Castelar dirigidas a los diputados en ocasión de la proclamación de la I República:

“Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma; nadie trae la República, la traen todas las circunstancias, la trae una conjuración de la sociedad, de la naturaleza y de la Historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra Patria”.

Vaya usted a saber.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

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