Decía Montesquieu —aquel al que el PSOE declaró muerto apenas alcanzó el poder en 1982— que: “La ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie”. Pero bien sabía el célebre filósofo y jurista de la ilustración que la realidad era muy diferente. Por ello dijo “debe ser” en vez de “es”.
En la democracia el desajuste entre el “debe ser” y el “es” se origina en la insensatez que supone el hecho de que para ser licenciado, se han de superar varios años de complejos estudios, culminar una maestría y hacer unas prácticas, proyecto que como mínimo conlleva de siete a diez años de sacrificados aprendizajes, y unos cuantos más si posteriormente se aspira a desempeñar responsabilidades de mayor transcendencia, mientras que para ser presidente del Gobierno, y regir los destinos —las vidas— de millones de personas, no es obstáculo ser un analfabeto funcional, siempre y cuando se prometa sin el menor pudor, aquello que jamás se tiene intención de cumplir. La mayor riqueza de muchos de los políticos es su vacío intelectual; desierto que intentan ocultar tras la alta y ancha muralla de su autoengaño.
Lo peor de todo, es que si el personaje es un megalómano sin escrúpulos, aún puede resultarle mucho más sencillo hacer realidad sus delirios de grandeza, aliándose con lo más vil y despreciable de la mal llamada clase política.
En España, no tenemos que buscar mucho, para tropezarnos con miles de personajes con estas características, a los cuales, teniendo en cuenta su indigencia intelectual, les pagamos mucho más de lo que serían capaces de ganarse por sus propios méritos.
Pero no nos engañemos, porque a pesar de ignorar su propia ignorancia, en la noche negra de su desconocimiento, brillan con gran fuerza sus prejuicios y su hambre por hacernos esclavos de sus consignas, decretando hasta cuándo y cómo hemos de sentarnos en el trono del aseo.
Ser ignorante no significa ser el tonto del circo. Saben muy bien lo que persiguen, pero a menudo, su incapacidad les impide plasmarlo. La vanidad les ciega, haciéndoles perder la perspectiva de quiénes son en realidad. No saben que el emparejamiento de la ignorancia y la soberbia, siempre tiene como futo la mediocridad. De ahí los engendros legales que promulgan, que cual inmensos bumerang se vuelven contra sus propios propósitos, porque no todo lo que ampara la ley, es siempre honesto y moral.
Y es que la Ley, es un monumento demasiado grande para dejarla en manos de unos pigmeos. Vistos los resultados de este modo de proceder, hemos de llegar a la conclusión de que los españoles somos unos crédulos ingenuos, o dejamos mucho que desear en cuanto a cultura democrática se refiere.
Decía Cicerón que: “La ley es, pues, la distinción de las cosas justas e injustas, expresada con arreglo a aquella antiquísima y primera naturaleza de las cosas”. Cuando el gran filósofo romano se refería a la antiquísima y primera naturaleza de las cosas, nos estaba hablando del riguroso orden del Universo, regido por precisas e inexorables leyes matemáticas. Leyes que desde hace 14.000 millones de años en que aparecieron la materia y la energía, y con ellas el inicio de la física, se han mostrado inalterables.
Hace unos 4.000 millones de años, en este planeta llamado Tierra, que se rige por las mismas leyes, hizo su aparición la biología al combinarse determinadas moléculas y formar estructuras particularmente grandes e intrincadas llamadas organismos.
Y hace unos 70.000 años, organismos pertenecientes a la especie Homo sapiens empezaron a formar estructuras todavía más complejas llamadas culturas. El desarrollo subsiguiente de estas culturas humanas se llama historia.
Toda la evolución protagonizada por el Homo sapiens —o sea, por nosotros— hasta nuestros días, se ha producido mediante la observación de esas leyes universales incontrovertibles e inalterables. Esta realidad palpable demuestra que todos estamos sujetos al cumplimiento de las mismas.
Sin embargo nuestra infinita vanidad nos ha cegado haciéndonos perder de vista quiénes somos en realidad. Nos hemos creído los reyes del Universo, y nuestra arrogancia nos impide ver que solo somos una insignificante parte del mismo.
A pesar de ello, no hay ser, que revestido del manto del poder, no aspire a cambiar los destinos del mundo y disponer de todos los asuntos humanos, sin reparar, o incluso a pesar de las consecuencias que sus propósitos puedan producir.
A lo largo de la historia, nuestro ego, en un alarde de envanecimiento, ha creado dioses, demonios y todo tipo de fuerzas del mal. El relato de nuestra existencia está repleto de personajes que pretendieron comportarse como Dios: Calígula, Nerón, Carlomagno, Felipe II, Napoleón, o Hitler, solo por citar algunos. Todos ellos —cada uno con su afán— intentaron cambiar el rumbo de la humanidad. Sin embargo, ninguno de esos personajes tuvo pretensiones de moldear la realidad de forma tan colosal como ahora, en qué tal y como afirmaba recientemente el profesor Tamames, utilizando a la mujer como moneda de cambio, se pretende modificar las leyes de la Naturaleza, hasta el punto de cometer la aberración de legalizar la creación de un ser inexistente en la especie humana; un híbrido de trágicas consecuencias, que ni es hombre, ni es mujer; fruto forzado de la barbarie que jamás dará fruto.
No todo lo que ampara la ley, es siempre honesto y moral, ni beneficia a la humanidad. Estamos jugando a ser Dios, pero no somos dioses. No podemos modificar ni un ápice las leyes de la Naturaleza.
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