La existencia o no del libre albedrío cebó las diatribas metafísicas en los siglos medievales, en el contexto del cristianismo. Como cuestión filosófica, venía de lejos: el atomismo de Demócrito, teoría materialista, presuponía determinismo, pues la caída de todos los átomos era, en principio, vertical y previsible; más tarde, Epicuro, que aceptaba el atomismo, introdujo una breve y azarosa desviación, a la que se denomina “parénclesis” (y que más tarde, Lucrecio reconvirtió en “clinamen”). Se acabó relacionando ello, en ideario medieval, con el asunto de la predestinación. ¿Somos libres para pecar, para condenarnos o salvarnos, o está todo previsto de antemano por Dios?
La reforma protestante del siglo XVI se alimentó de la cuestión e introdujo la creencia en la predestinación de las almas, como argumento de calado frente al “obrar” de los católicos (no olvidemos que el origen del cisma, o el detonante al menos, estuvo en la venta de indulgencias).
En los tiempos actuales, no se debate sobre la existencia del libre albedrío. Más bien hay una parte de la sociedad que defiende la libertad de cada cual, y el derecho a equivocarse, frente a otra parte que, en aras de lo que se denomina bien común, niega que sus conciudadanos tengan derecho a ese libre arbitrio. En resumen, están por un lado los defensores de la libertad y, por otro, sus detractores, es decir, aquellos que piensan que el Poder, cuando es afín a sus creencias, conoce donde está el Bien y debe imponerlo en favor del progreso del conjunto social. Libertad frente a colectivismo, con indudable avance, en nuestros días, del segundo.
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