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Edificio España

La rehabilitación es inaplazable y, sin embargo, los técnicos no consensuan sus proyectos. Entretanto, el tiempo apremia porque su memoria no quiere guardar este lamentable fotograma
Emilio Amezcua
sábado, 16 de abril de 2016, 11:37 h (CET)
A mi querida España le sucede algo parecido como al rascacielos homónimo ubicado al final de la Gran Vía madrileña: está aturdida, desconcertada, perpleja porque desconoce cuál será su futuro más inmediato. Los nervios empiezan a hacer de las suyas y así no hay quien viva. El propietario del inmueble levantado por los Otamendi se ha dado de bruces con un Ayuntamiento sumido en la indefinición urbanística. El depositario español de la soberanía nacional ha tropezado con un reparto coral de intérpretes políticos que bien podrían ser los protagonistas de la película “Los restos de un naufragio” del cineasta Víctor Moreno. La rehabilitación es inaplazable y, sin embargo, los técnicos no consensuan sus proyectos. Entretanto, el tiempo apremia porque su memoria no quiere guardar este lamentable fotograma.

Hoy, el edificio España sigue presentando una fachada sugerente que invita a conocer cómo es por dentro y qué rasgos de personalidad lo definen. Ya es primavera y es un buen momento para saber qué o quién es aquél exactamente, pues como dice Secchi los edificios tienen alma. Con atracción, pasamos al vestíbulo de la construcción todavía estable dejando atrás una vía pública aún ordenada y encontramos un espacio destartalado, inhóspito, falto de gobierno y de economía. El olor percibido es nauseabundo y enseguida nos percatamos que su origen está en una podrida montaña de papeles ligeramente humedecidos por el agua y el licor caribeños que sobre ellos caen gotita a gotita desde dos botellas cubiertas por telarañas situadas algo lejos. De esa hojarasca salen cientos de asquerosas cucarachas que ágilmente llevan a cuestas billetes de curso legal, de aquí y de fuera. La tentación quiere llevarnos a la perdición participando de ese festín animal y, de repente, viene a nuestras cabezas el fenomenal eslogan publicitario “Hacienda somos todos”. Sea por respeto a los valores que nos hemos dado en comunidad, sea por miedo a la penitencia individual que nos fuere impuesta, decidimos apartamos de la inmundicia y no tardamos en observar cómo las ratas, que también las hay, devoran las paredes abandonando a su alrededor restos de ladrillo y cemento terminados con prodigiosa forma de pelota. ¡Tan apabullante ciénaga acabará expulsándonos a la calle de la que venimos si seguimos mirándola con ojos alumbrados por la estupefacción! Pero es nuestra intención recorrer la edificación entera para coronarla y contemplar, reflexionar, seguramente soñar desde su punto más alto con un futuro prometedor y, sobretodo, sensato. Hasta llegar allí queda un dilatado camino que habremos de atravesar a pie porque la electricidad que antes alimentaba los ascensores, ahora está por pagar y ya los desconfiados suministradores no fían. Ya no quedan materiales nobles y todo cuanto hay aquí se corrompe. Por si no lo saben se lo digo yo, el que queda a la espalda de los ingeniosos Miguel, Alonso y Sancho fue el edificio más alto de Europa en los años 1950, en la década bisagra que unió un deplorable Estado autárquico ensombrecido por su omnisciente mercado negro con un dichoso Estado desarrollista iluminado por su entusiasmada fuerza laboral. Ya desde lo alto del edificio España vemos al jovenzuelo malabarista con el que nos topamos en la boca del metro. Y también vemos a la viejecita que nos pidió unas monedas y a la que dimos nuestra comida de excursión. Seguir fijando nuestra mirada en la plaza de España es emocionalmente insoportable. La fuerte brisa que golpea conduce nuestros ojos a otra dirección. Imaginamos a mucha distancia la silueta de un edificio muchísimo mayor apellidado Chamartín. Quizás resulte mucho mejor que éste, pero confiamos en rehabilitarlo.

De nuevo en la calle, el kiosquero comenta con un cliente el derrumbamiento de un edificio en una localidad de la isla de Tenerife, apuntando a una hendidura y unas obras mal planificadas como posibles causas del desastre. Más adelante cuatro turistas hablan de los hermosos edificios engullidos por un voraz incendio ocurrido en Oviedo mientras observan boquiabiertos la Casa Gallardo. Y ya en el taxi, el conductor escucha atentamente los elogios radiofónicos para con el que será el coloso icónico de la operación inmobiliaria Chamartín, de gestación paquidérmica.

El período bisagra iniciado el día después de las últimas elecciones generales y que acabará con la nueva jornada de urnas salvo sorpresa en el tiempo de descuento, debiera ser suficiente para limpiar la suciedad y retirar los escombros todavía encontrados en el interior del edificio España, exterminando eficazmente cuantos insectos y roedores perjudican su salubridad. Y, por supuesto, habría de bastar ese tiempo hasta ahora inane y que ya se agota para aprobar un proyecto definitivo de rehabilitación. Pero no uno cualquiera, no uno improvisado, sino uno sólido y que genere confianza, que no sea arruinado por una grieta, un cortocircuito o una ocurrencia pasajera. A ver si es verdad que el próximo 27 de junio vemos el inicio de los trabajos de instalación del andamiaje y nosotros tarareamos con Cecilia aquello de “esta España vieja, esta España muerta, esta España viva”.

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