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El hombre que quiso ser nadie

Manuel Senra
martes, 26 de abril de 2016, 08:41 h (CET)
Aquel escritor, tan conocido y reconocido pretendía vivir la libertad de los pájaros. Esconderse donde nadie pudiera dar con él, pues hacía tiempo buscaba la manera de huir de su fama.

Así las cosas, tras aterrizar en Sevilla el avión que lo trajo desde Madrid, seguidamente tomó un taxi que llevó hasta un bello pueblo de la ribera del Guadalquivir, donde se instaló en el hotel X. Y ya, cómodamente alojado, nuestro personaje pasa a contarnos las razones que lo llevaron hasta allí.

-La decisión de elegir este lugar solo ha sido para ocultarme. Es cierto que también podría haber elegido Oslo, o Roma, o acaso Cuchipanda… Incluso Chihuahua. Qué sé yo. Solo que preferí instalarme en el paraíso del sol. Y aquí me hallo, mejor que en mi propia casa.

¿Qué por qué abandono mi ciudad? Párense un momento a pensar conmigo en la vida de un escrito que, modestia aparte, soy un hombre… digamos famoso. Bueno, pues enseguida entenderán las razones por las que he hacho este disparate, en el bien entendido de que la vida de un novelista puede parecer apasionante, y lo es sin duda, pero le aseguro que puede hacerse insoportable. En cambio, en este instante me hallo felizmente rodeado de personas sencillas que ríen, beben, hablan...Y que porque todo me queda a un tiro de pájaro. Dispongo de TV, pese a que suelo verla poco. ¿Qué más hago? Lo único que se hacer: escribir. Escribo y escribo relatos casi sin parar. Pienso que la vida está llena de horrores cardinales. Que la ficción debe ir por delante de la cruda realidad, y que a uno le sirve para olvidarse de minucias y zarandajas. Ah, y aunque solo sea por seguridad, he desconectado el único cordón mediático que me unía al resto del mundo. Así que ahora estoy tranquilo. Viviendo en el anonimato en un lugar en el que hago lo que da la gana.

Apoyados los codos en una pequeña mesa de salón, y abarrotado de gente, miro pasar a los parroquianos, cuyas pintas semejan en ocasiones máscaras de carnaval. Horrendas caretas de hombres clonados pasan por mi lado como hormigas gigantes, con la enfermiza prisa gritándole en los ojos; mientras que yo me siento enteramente tranquilo y feliz. ¡Qué diferente todo! Antes, preso quizá en una madriguera de cristal, en torno de la cual giraba un mundo diabólico y hostil de bestezuelas humanas y paraísos fiscales..., enfrentándome a diario a un trabajo disciplinado y a la pesadez de la gente, ahora en cambio me siento tranquilo y feliz. Prefiero ser quien soy a parecerme a aquel a quien me hubiera gustado ser cuando aún no era. Sí, sí. Es la verdad. O acaso la simple locura de un escritor.

-¡Por favor! -grita el señor que no quiso ser nadie, pidiendo un brandy al camarero.

En la TV continúan, con el mismo documental sobre el 23F en su aniversario. Cosas del destino: no hace ni una semana que un grupo de intelectuales grabábamos este programa en Madrid. El hecho cierto es que quien ahí está hablado ahora es la misma persona que bebe, felizmente, una aromática copita de brandy. “Es el binomio de la simplicidad”, o así por lo menos llaman los expertos a ese fenómeno social. Vale que así sea, pero como mi deseo es el de ignorarme para que me ignoren, pego la oreja a una agria y acalorada discusión entre un chico alto y una chicha rubia, enredados en asuntos aparentemente de celos. Y me alarman un poco los chirriantes gritos de un niño de pecho, en brazos de su madre, al fondo del salón. Llueve. Donde el alboroto pone alas a los decibelios, que suben hasta el infinito. Tanto barullo me produce un irresistible deseo de fumar. Pero como aquí dentro está prohibido, ganas me dan de salir a la calle y... Ah, pero llueve a cántaros, ¡maldito sea! Y en la tele, dale que dale. Mejor será armarse de paciencia, en tanto intentaré olvidarme del pitillo, del niño chillón y de la pareja de adolescentes, enfadada por triviales asuntos amorosos... En definitiva, ser yo, y solo yo, sin nadie sepa quién soy. Esa es la cuestión.

Como un acto reflejo, miro hacia mi derecha y ¿qué veo?: a la joven pareja que parece haber llegado a un acuerdo, sellándolo con un largo beso. Dos cosas sin embargo continúan igual: la TV y la lluvia, esta continúa cayendo. Pese a la apariencia del disloque y la zarabanda, todo es mejor que lo que tenía, a la par que ha reforzado mis ilusiones. Lo que es muy bueno.

(Tres días después).

Pero ¿de qué me sirve que aquí la vida marche tan bien, cuando lo cierto es que la gente pasa enteramente de mí? ¿Y por qué nadie me recuerda? Eso duele. Y mira que no llevo disfraz ni nada que se le parezca. Hoy también me encuentro viendo la TV. ¿A qué espera esa pandilla de analfabetos para descubrirme? Muchos de los que ya me han visto en la pantalla dirán: “¡que tío tan estupendo, como habla!”, digo yo. Y, sin embargo, nadie me ve, ni me reconoce, ni me dirige la palabra. Pero ¿por qué? Yo alucino. ¿Es posible que nadie se acuerde ya de lo que pasó hace solo 24 horas? ¿Así es de simple la gente? Es verdad que yo buscaba un lugar donde nadie me conocier.... ¡Pero no hasta ese punto, hombre; no hasta ese punto! Me están obligando a... que acabe en voz alta revelando mi verdadero nombre! Gritaré, ¡pues claro que gritaré! “¡A ver! Un momento, por favor? ¡Por favor, caballeros! Decirles que, si me necesitan para algo, mi nombre es Rafael Páez-Maza!, con z ¡Páez-Maza, el escritor! Muchas gracias”.

-Ah. ¡El señor Páez-Maza! -grita el camarero y seguidamente pregunta-: ¿Acaso se marcha usted, don Rafael?

-¿Qué? ¿Es a mí? Ah, como ha sabido mi nombre... Ya, ya… ¿Irme yo? Pero bueno, ¿qué está usted diciendo? Ah, todo ha sido por lo del gritito... ¡Vamos! No me haga caso, aunque forma parte de mi locura cotidiana, solo pretendía medir el impacto de mi voz en el público. ¿Me entiende? Cosas de los novelistas... ya sabe... Ah... ¡Es que aquí sois como nadie! Por cierto, ¿podría ponerme otra copita de ese brandy tan rico?

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Para mí es de interés público contar con contenidos legibles que sean una contribución a la cultura, la información, el debate y el entretenimiento entre todos los españoles. No creo que la respuesta en este siglo digital sea el canal de televisión cerrado, es decir, el de pago. Es bien cierto que prácticamente todos los hogares cuentan con al menos un televisor, pero ese no es el único instrumento para ver contenidos de toda índole.

 
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