Dejó dicho Gullermo de Ockham que “ningún universal es substancia, cualquier manera que sea considerado, sino que cualquier universal es una intención del alma que, según una opinión probable, no se distingue del acto de entender”.
Fueron los universales motivo de discusión en la filosofía escolástica medieval. Era la forma de denominar a las nociones generales. Se discutía acerca de los mismos y, en concreto, sobre si se trataba de entidades objetivas y reales (las ideas platónicas), o si, por el contrario, solo encarnaban el nombre, o concepto, de los entes. Defensor de la primera de las opciones, Juan Escoto Erígena los entendió como previos a las cosas; Tomás de Aquino sentenció, en una especie de vía intermedia, que estaban en ellas; y, en el otro extremo, el nominalismo, el de Ockham, tal y como refleja la afirmación más arriba entrecomillada, los tildó de simples palabras posteriores a las entidades mismas.
Sin embargo, el asunto de los universales tiene más recorrido, pues las ideas metafísicas llegan a nuestros días y, por ello, los argumentos de Ockham parecen ajenos al paso del tiempo. Ya no es sólo su famosa “navaja”, dictamen que nos muestra como los entes no deben ser multiplicados sin necesidad o, lo que es lo mismo, que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla es la verdadera. En el fondo de todo, se halla el universal como elemento de cosmovisión metafísica; la religión y la teología se movieron durante siglos en esa órbita. La ciencia contemporánea, la de la era de lo positivo, siguiendo a Comte, parecía haberlos expulsado, pero sólo salieron por la puerta para entrar de nuevo por la ventana, a través de la sustantivación de cualquier todo como superior a las suma de las partes. Uno de ellos fue el concepto de raza, como nuevo universal que estuvo presente durante unas décadas (la antropología física y la tendencia a medir cráneos), hasta que la “solución final” desprestigió el concepto, que regresó en forma de cultura mediante el trampantojo del multiculturalismo.
Paralelamente, había ingresado en el club la clase, como verdadera explicación de la historia y del mundo (aquello de Marx sentenciando que “en la producción social de la vida” contraemos relaciones de producción independientes de nuestra voluntad, etc.). Últimamente se va imponiendo la noción de género, que asimismo anula la individualidad en función de una identidad grupal que nos determina al margen de nuestros deseos, y lo mismo se predicó del volksgeist ligado al nacionalismo alemán y a cualquier sentimiento identitario. Estos universales (nación, raza, clase, género…), metafísicos y ajenos a la explicación más sencilla, han tenido y tienen en común aniquilar las libertades del individuo.
Desconfiemos siempre de aquellos clubes a lo que nos apuntan obligatoriamente, y acatemos solo la pertenencia a los que nos indique nuestro raciocinio.
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