Difieren las interpretaciones sobre la insurrección en Francia, que tal vez se podría relacionar con ciertos aspectos de la evolución de las ciencias humanas y, en concreto, de la Antropología; brotaba ésta allá por las décadas finales del siglo XIX y, paralelamente a la medición de cráneos en el contexto de la Antropología Física, germinó el paradigma del denominado evolucionismo cultural, que establecía tres etapas en el avance de las sociedades humanas: salvajismo, barbarie y civilización, siendo el modelo de esta última la Inglaterra victoriana. Semejante teoría sirvió como coartada del colonialismo, partiendo de la noción de supremacía de la raza blanca europea. En aquel marcocronológico, acuñó Tylor su célebre definición de la cultura como “aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres, y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre”. Según ello, todo es cultura, y el concepto acabará por tornarse contenedor metafísico (ver El mito de la Cultura, de Gustavo Bueno) que envuelve y condiciona a los individuos.
La refutación posterior del paradigma por el relativismo cultural de Levy Strauss ahondó en la consideración de las culturas como entidades absolutas. Al igualar a todas desde el punto de vista de las creencias o los valores, se pusieron las bases del multiculturalismo de nuestros días, devenido en amparo teórico de los guetos nacidos en el contexto de la inmigración; guetos socioculturales, pues no solo se trata de pobreza o exclusión (que no siempre se da, ya que, incluso, se genera el beneficio de subvenciones y demás), sino también de numantina preservación de la idiosincrasia étnica y de las costumbres, aunque choquen con la igualdad ante la ley y el Estado de Derecho. Los guetos culturales parecen haber sido santo y seña de lo progre/woke, tildando de etnocentrismo a cualquier intento de primar unos valores sobre otros, incluso la propia Democracia. Ya en 2002, Gustavo Bueno escribía que “quien considere a un elemento cultural (pongamos por caso, el sistema democrático) como universal, no podrá sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún podrá ser acusado de etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y defienda la universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las culturas, por encima de cualquier relativismo” (El Catoblepas, nº 2, 2002).
Es posible que el multiculturalismo extremo, valedor de la existencia y protección de burbujas culturales unívocas, haya favorecido el desapego hacia el país de acogida de cierto sector de la inmigración, aunque sea ya, en teoría, el país propio tras más de dos generaciones. No es descabellado que ello explique, en parte, la violencia; solo en parte, porque no suele residir la verdad en las elucidaciones únicas o monistas de los hechos, pero se trata , sin duda, de una tesis plausible, más allá de los consabidos mantras del racismo y la xenofobia esgrimidos desde algunas posiciones políticas. El relativismo conduce a esas esferas sin vasos comunicantes, con la cultura como universal irrefutable y mecanismo ideológico para negar al individuo, determinado por su compartimento étnico. Así, el espacio político, nacido en la antigüedad por superación de la gens y de la tribu, va agonizando suplido por el desentendimiento de cualquier proyecto común y, en su caso, por la violencia.
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