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Calles de leyenda en México

Un breve paseo por el país
Francisco Cano Carmona
lunes, 2 de mayo de 2016, 08:50 h (CET)
Las leyendas son patrimonio de los pueblos. En todos los sentidos. Los mitos y las historias nacen de y dan forma a las comunidades humanas, pero también forman parte de sus espacios físicos. Así, pasear por las calles de las ciudades es una magnífica oportunidad para envolverse en los cuentos que las habitan.

En este sentido, pasear por México, que es de por sí un país lleno de misterios, tradición y leyenda, supone una ocasión como pocas para descubrir lo que ofrecen las calles de pueblos que han sido centro de la historia de Europa y América, de civilizaciones precolombinas y de gestas colonizadoras. Éste es uno de esos breves paseos.

La calle del indio triste
Hubo una vez en México dos calles llamadas “del indio triste” en honor a esta singular leyenda de principios del período colonial, según la cual, un noble indio americano se acogió a la protección de los españoles cuando estos tomaron posesión del país, exactamente igual que otros cientos de nobles nativos.

La política española era simple: colocar a las élites nativas al cargo de la paz y la seguridad de las zonas conquistadas, que los servirían a cambio de privilegios políticos, sociales y, por supuesto, económicos. Y quienes no se sumaron voluntariamente a las políticas hispanas, lo hicieron por la fuerza.

Según cuenta la leyenda, este noble indio se convirtió en el más hispano de todos, además de en el mejor cristiano que Nueva España viera en siglos; pero secretamente seguía adorando a sus antiguos dioses, incluso llevando a cabo sus ritos y tradiciones, mientras su casa se llenaba de lujos como premio a su buen hacer para con los españoles. Dicen que aquel noble terminó muerto en medio de profundas crisis personales y nadie más se acordó de él.

La calle de don Juan Manuel
Cuenta la leyenda que don Juan Manuel era un hombre que lo tenía todo: riquezas sin fin, una esposa que bien podía competir en belleza con las más bellas representaciones divinas, y un estatus social acorde a los grandes nombres españoles que habían sabido hacer fortuna en el Nuevo Mundo. Mas no tenía lo que más ansiaba, que no era otra cosa sino un hijo.

Desolado, decidió el caballero dedicar su vida a la Iglesia, habida cuenta de que jamás tendría descendencia. De este modo, hizo llamar a su sobrino desde España para que administrara sus negocios, y comunicó la decisión a su esposa, quien tomó la situación con resignación; aunque, a juicio de su esposo, con demasiada resignación, lo que le hizo sospechar que su mujer podía tener un amante. Celoso, el caballero pactó con el Diablo para que le permitiera dar caza al amante de su esposa, y éste le dijo que cada noche debía matar al primer hombre que, a las once, pasara por su calle.

Así lo hizo durante muchas semanas, hasta que un día el asesinado resultó ser su amado sobrino, a quien había llegado a querer como a un hijo. Desesperado ante el crimen, corrió a un convento franciscano donde le impusieron por penitencia rezar un rosario cada noche durante tres noches a los pies de la horca municipal. Así quiso hacerlo el desgraciado celoso, mas la primera y la segunda noche no pudo terminar el rosario, pues se aparecían ante él extrañas formas espectrales. Convencido de que era su penitencia, la tercera noche se acercó a la horca para terminar el rosario.

Nadie sabe si lo terminó, pero don Juan Manuel amaneció colgado de la soga y ya nadie se atreve a pasar por la que fuera su calle a las once de la noche.

La calle de La Quemada
Cuenta la leyenda que vivía en México un acaudalado caballero español, que había sabido hacer fortuna en Nueva España, llamado Gonzalo Espinosa de Guevara. Vivía con su hermosa hija Beatriz, que por ser rica, bondadosa con los más necesitados y la más hermosa mujer que pisara el mundo, estuvo siempre rodeada de pretendientes a los que ella rechazaba cortésmente.

Un día llegó a la ciudad un italiano llamado Martin de Scopoli, marqués del Piamonte y de Franteschelo, quien no sólo cayó presa de los encantos de la joven Beatriz, sino que la enamoró sinceramente al poco de llegar. Tal fue el amor que éste sintió, quese apostaba bajo la ventana de la joven y mataba a cuantos pasaran por allí con aires galantes, lo que terminó causando un hondo penar en Beatriz, quien tramó un perfecto plan para acabar con el amor del italiano.

En un triste día en el que vino la española a quedar sola en casa, preparó un brasero ardiente y, con invocaciones a Santa Lucía, introdujo con fuerza la cabeza en él para quedar para siempre con el rostro desfigurado por el fuego. Contrariamente a su plan, empero, el joven marqués la amó toda su vida y la pidió en matrimonio. Se dice que Beatriz Espinosa nunca más volvió a mostrar el rostro en público, y desde entonces su calle fue conocida como la de la Quemada en recuerdo a aquel triste suceso.

El callejón del muerto
Mucho más tétrica y tenebrosa es la historia de don Tristán de Alzúcer, un rico empresario que, viendo que su negocio en Filipinas aflojaba, envió a su hijo a Nueva España para que allí abriera camino. Pero lo que abió fueron las carnes de las fiebres que contrajo y que casi lo llevan al cementerio de no ser porque su padre, devoto creyente, prometió a la Virgen caminar en peregrinación hasta su santuario si el hijo sanaba.

Sano su hijo y hecho el reencuentro, llegaron tiempos de bonanza para la familia, que pronto se olvidó de la promesa hasta que, un día, don Tristán fue a ver su amigo el arzobispo, quien tras conocer la historia, afirmó que no era necesario cumplir la promesa siempre que rezara a la Virgen por sus dones.

Así ocurrió que fue poco después el arzobispo a devolver la visita al mercader cuando lo vio acercarse, demacrado y envuelto en una vieja sábana amarillenta, subiendo por la calle camino al santuario y sin mediar casi palabra. Cuando el arzobispo llegó a casa de don Tristán, lo vio muerto entre cuatro cirios, cubierto por la amarillenta mortaja. Según se supo, fue su espíritu el que sigue recorriendo hoy el camino hasta el santuario mariano en cumplimiento de aquella promesa; y desde entonces se conoce a aquella calle como el callejón del muerto.

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