Confieso que es la primera vez que me pasa. Nunca anteriormente había sufrido ningún tipo de ataque a pesar de que por razón de mi compromiso social me he movido con muchísima frecuencia por esos barrios que todo el mundo coincide en denominarlos de “especial peligrosidad”. He tenido esa suerte hasta hoy. Y considero que ha sido una suerte porque con muchísimas personas con quienes hablo, contándoles mis percances, me dicen que ellas ya han sido objeto de agresiones parecidas a las que yo he sufrido en estos días.
Pero, ¿hay barrios peligrosos y otros que no lo son?
Sin ningún género de dudas, aunque mi propia experiencia personal me dice que me puedo encontrar con un agresor en cualquier lugar de la ciudad. Lamentablemente la sede central de nuestra organización está en un enclave barcelonés donde los tipos de catadura poco tranquilizadora te los encuentras con suma facilidad. Es más, yo mismo he tenido que intervenir cuando un joven delincuente tenía acorralado contra un portal a un pobre viejo al que le recriminaba algo que yo no llegué a entender. Le dije que dejara en paz al indefenso anciano lo que motivó que se revolviera hacia mi enseñándome una navaja. Me aparté rápidamente y fue una joven muchacha la que se interpuso entre el agresor y yo logrando que se apaciguara. A todo esto, alguien que contemplaba la escena llamó a la policía que se presentó rápidamente y se llevó al tipo agresor.
Pero esto ha sido un flash. Las batidas de policía urbana y Mozos de Escuadra en nuestro barrio se repiten con alguna frecuencia. Y estamos en el corazón de la ciudad, muy cerquita del famoso Mercado de San Antonio.
Sin embargo, la verdad es que a mí me han robado y me han agredido en otros lugres mucho más céntricos y poblados de la ciudad. Dos veces en la calle Ferran, junto al ayuntamiento de Barcelona y cerca del Palacio de la Generalidad, donde vive el Presidente de Cataluña. Y la tercera vez en la puerta misma de las facultades de Historia y de Filosofía de la Universidad de Barcelona. Esto último fue hace dos semanas.
Por eso estoy enfadado con mis hijos que me dicen con insistencia:
—Papá, no puedes ir solo por esos barrios. Los delincuentes te ven mayor y un día te harán daño.
Y yo les digo:
—Hijos míos, ¿acaso el Ayuntamiento de Barcelona y el Palau de la Generalitat están en un enclave de la ciudad llena de ladrones?
Así fueron mis atracos
El primero fue en el mes de febrero. A la salida de una oficina de Caixabank un tipo se hizo el encontradizo conmigo, y con una elegancia digna de aplauso, me metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y se llevó mi móvil. Cuando me di cuenta el individuo ya estaba fuera de mi alcance.
El segundo fue en el mes de mayo. También esta vez en la misma calle que une la Plaza de San Jaime y las famosas Ramblas de Barcelona. Un joven bien vestido se me acercó con un papel en la mano hablando un idioma extraño mezclado con alguna locución en español. Aparentemente requería mi ayuda para que yo le aclarara lo que decía aquel papel. Hice un esfuerzo por descifrar algo del contenido de aquella escritura, hasta que le dije que, sintiéndolo mucho, debía preguntar a otra persona que fuera capaz de entender aquel escrito.
El joven, insisto, muy respetuoso, se alejó de mi dándome las gracias. Fue al cabo de diez minutos o un cuarto de hora cuando eché a faltar el móvil nuevo que había sustituido al que me birlaron dos meses antes.
Tercer atraco, este el más triste y doloroso de todos
Fue en la puerta de acceso a la facultad de Historia de la Universidad de Barcelona. Se me acercaron por detrás dos jóvenes. Uno de ellos me cogió por la espalda y me giró hacia él, al tiempo que con uno de sus brazos me rodeó el cuello en un pretendido abrazo al tiempo que decía algo así como “me alegro de verte”.
Imaginen mi extrañeza al verme de pronto abrazado por un individuo cuyo aliento me quemaba en la mejilla. Inmediatamente reaccioné y logré darle un empujón para quitármelo de encima. En un primer momento pensé que me había confundido con alguien de su familia, o que era algún seguidor de esos que todavía le quedan a uno y que te saludan con evidentes muestras de cariño y admiración.
Pero no era ni lo uno ni lo otro. El malhechor mientras que con un brazo me abrazaba, con el otro introducía la mano junto a mi cuello y de un fuerte tironazo me arrancó la cadena de oro y el crucifijo que colgaba de ella.
Inmediatamente el agresor y su acompañante emprendieron una veloz carrera hasta desaparecer por el extremo de la calle.
El comportamiento de la gente
Inmediatamente me rodearon algunas personas sorprendidas de ver a un señor mayor que gritaba maldiciones contra otras personas. Una joven de 30 o 35 años me dijo:
—Vamos corriendo tras ellos, señor. Yo le acompañaré y a lo mejor si les vemos usted podrá recuperar su cadena.
Otros hombres me preguntaron que cómo eran y si yo les reconocería si los viera. Les dije que no. Tan solo manifesté que eran blancos. Pero dos jovencitas que fueron las primeras que se me acercaron ofreciéndome su ayuda, dijeron:
—Nosotras sí los reconoceríamos. Alguna vez los hemos visto por aquí y son de… (y dijeron algunos datos que podrían identificar con certeza a los malhechores. Referencias físicas que yo no las haré públicas).
La entrañable historia de mi cadena
Esa cadena y su crucifijo hacía más de 40 años que yo la llevaba al cuello. Esta es su historia.
Un día de finales de los años sesenta, siendo obispo de Oviedo el que luego fue el famoso Cardenal don Vicente Enrique Tarancón, fui invitado por unos curas “progres”, con el beneplácito del obispo, a pronunciar una charla a la que asistieron buena parte de la gente comprometida con el cambio político que ya se veía venir. Y entre los asistentes había un numeroso grupo de gitanos.
Cuando terminé mi intervención se me acercó un gitano de muchos años acompañado de su mujer. Estaba emocionado, y con la voz temblorosa me dijo lo siguiente:
—Muchacho, nunca pensé que alguna vez podría oir a un gitano decir las cosas que tú has dicho en defensa de nuestra gente. Que Dios te bendiga y te proteja —en ese momento se quitó el sombrero y se sacó por la cabeza un cordón de oro del que colgaba un crucifijo—. Te pido que lleves esta cadena con el Señor que cuelga de ella, sobre tu pecho. Dios te librará de todos los males.
Como es natural le agradecí sinceramente el gesto, pero me negué con toda firmeza a aceptarlo. Aquella cadena debía costar mucho dinero por lo que le reiteré mi negativa a aceptar el regalo. La mujer del gitano, que asistía igualmente emocionada por el momento que vivíamos, me hizo un gesto para que aceptara la cadena junto con la cruz. Entonces pensé que mi rechazo tal vez pudiera ser mal interpretado por el anciano gitano y se me ocurrió la solución salomónica que el buen hombre aceptó. Le dije:
—Tío, le doy las gracias de nuevo, pero se me ocurre una solución que nos complacerá a los dos. Usted se queda con la cadena (que sin duda debía tener mayor valor económico) y yo le pondré otra cadena donde colgará el crucifijo que lleva la figura del Señor que me ha de proteger. ¿Qué le parece?
El buen gitano viejo dio su conformidad. Yo compré una cadena y en ella puse el crucifijo que he llevado junto a mí durante tantos años. Ese mismo crucifijo que un desgraciado delincuente arrancó de mi cuello la semana pasada.
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