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‘El huele pega’, ‘El cambista’ y ‘El zancudo’

Cuentos
Alberto Juárez Vivas
sábado, 2 de septiembre de 2023, 10:46 h (CET)

El huele pega


El rumor golpeó con fuerza la vivienda de José. Se levantó de inmediato y abrió la puerta. Se trataba de un muchacho huele pega de las inmediaciones de la estación del ferrocarril.


—¡Venga, señor! Su hijo está en problemas ‒dijo el muchacho.


José se vistió aprisa y corrió detrás del chavalo. La gente al ver a José corrió tras el reconocido huele pega, se armó con palos y piedras y fue tras ellos. La tarde estaba endurecida como el pavimento y la arboleda adornaba el camino.


Avanzadas algunas cuadras, el chavalo se detuvo en una esquina. José jadeaba de cansancio y respirando pedregoso, preguntó:

—¿Adónde…? ¿Adónde es, chavalo?

—Por aquí… Ya estamos cerca.


Atrás se divisaba un gentío enardecido que corría a gritos. Se acercaban a ellos cada vez más. José, encolerizado, tomó al chavalo de la camiseta semi arruinada y sucia que portaba, y le dijo:

—¡Mocoso del demonio, de mí no te burlas! ¡Hablá! ¿Dónde es?


El chavalo clavó su mirada en José, quien sintió sus vísceras quemarse. Lo soltó.


El tiempo dio un paso al frente y se detuvo. Inmovilidad. El aire moría congelado entre las ramas de árboles. El huele pega se carcajeó estentóreo. José se desvanecía en el suelo pedregoso, herido por el estertor de un sol que se estrellaba contra las piedras del camino polvoriento.


El huele pega, indiferente, se sentó al lado de José para aspira de un vaso de Resistol recién adquirido a cinco córdobas. La tarde se disipaba entre el gentío acalorado que había llegado hasta ellos y la humedad de una navaja negra ensangrentada, que el chavalo había puesto en el suelo.

Al huele pega le cayeron a golpes, palos y piedras. Él reía y reía. Mientras el ambiente se tornaba desolado y silencioso, entre sombras, José balbuceaba agónico:

—Mi hijo… ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde es… tá… mi…?


Sus ojos se cerraron. Y hubo honras fúnebres. También nuevo inquilino en la cárcel.

—Disculpe, señora. ¿José era casado? ‒preguntó un desconocido a la anciana que lloraba inconsolable y sobaba la frente fría del cadáver.

—No. ¡Cómo se le ocurre! ‒volviendo su mirada hacia el desconocido‒. Él era retrasado mental.


El zancudo


Después de cenar, como a eso de las ocho de la noche, debido a un estado de ánimo deplorable y por un bostezo que sistemáticamente me hundía en un laberinto de idiotez crónica. Decidí darle un obsequio a mi esqueleto, agotado por las horas de trabajo que no parecían concluir. Le di el descanso. Penetré en la habitación más dichoso que un enamorado cuando descubre que dentro de unos minutos recibirá su primer beso. Me despojé de mis ropas y con una suavidad casi imperceptible me deslicé sobre la cama. Todo estaba perfecto. Ningún sonido que obstaculizara mi trayectoria hacia la paz interior. Incluso ambienté la alcohoba con un fondo musical de música clásica a bajo volumen y después de un ¡Click! apagué la lámpara fluorescente ingresando en esa oscuridad permanente y hermosa. 


Fue, cuando al cabo de una hora encontrándome semidormido, sentí en la espalda un pinchazo tan fino como horroroso, que me hizo incorporarme de ipsofacto de la cama. ¡Ay Dios! fue la única exclamación que pronuncié. Permanecí un rato, como tres minutos, sentado en la cama, embobado más por la impresión de la sorprendente manera con que el pinchazo me despertó que por otra causa. Volví a recostarme, esta vez con los brazos detrás de la nuca, más tranquilo que al comienzo, cuando sentí en el cuello otro pinchazo que hasta me puso la carne de gallina. Seguí acostado sin deseos de levantarme y decidí envolverme de pies a cabeza— «Un inofensivo zancudo no me impedirá descansar» — Pensé entre incomodidad y sueño, cuando de un momento a otro sentí piquetazos por todo el cuerpo; Me rasqué como nunca. Salté de la cama como un resorte, aturdido por la descarga indiscriminada del diminuto y desgraciado zancudo. Encendí la luz y con una de mis zapatillas inicié la búsqueda del animal. Estaba Invadido por una furia sin límites que me impedía respirar con normalidad, sentía el aire congelarse; la mandíbula adormecida por el rechinar de los dientes. Y en un punto de la cama lo vi y tratando de aplastarlo con todo el odio me brotaba de los poros, descargué mi zapato sobre aquel despreciable insecto, sin percatarme que debajo de él se encontraba mi reloj quebrándole la caratula. La sangre me hervía y una locura criminal me invadió todo el cuerpo. 


Tan pronto como pude, agarré un pedazo de tabla que tenía en un rincón del cuarto y correteándolo por todas partes, tratando de destrozarlo, uno de los zarpazos dio en el espejo Patas de León haciéndolo añicos. Otro dio en el radio que estaba sobre la mesita de noche, quebrándole la rueda del dial, dejándolo sin sonido. Sin embargo, seguía rascándome como un condenado debido a los piquetazos insistentes del maldito animal. Y ya cansado de tanta persecución me desplomé sobre la silla y  quedé observando los destrozos en la habitación. Maldije como nunca al insecto y mientras me sumergía en un ritual de odio y maldiciones, lo sentí de nuevo. Sentí cuando me ensartaba su aguijón en la mano izquierda. Ahí estaba subsionándome la sangre, quedé paralizado, no podía dejar escapar aquella oportunidad. 


Con la mano derecha busque algo para eliminarlo, saboreando de antemano aquel crimen que dentro de unos segundos consumiría. Lo único que pude alcanzar fue un desarmador viejo. Lo apreté con la mano fuertemente. Una sonrisa de placer asomaba a mis labios como de locura, pero de venganza. Calculé el golpe definitivo y en fracciones de segundos ¡zas zas! se lo clavé de cuajo al insecto, que no le dio tiempo de sacar su aguijón. Quedó hundido en una fuente de sangre que brotaba persistentemente. Y mientras saboreaba mi victoria un dolor agudo comenzó a invadirme el brazo izquierdo hasta que poco a poco fui perdiendo el conocimiento.


Desperté en el manicomio del kilómetro cinco. La mano izquierda la tenía vendada y la otra amarrada a un borde de la cama. Y por más que repetí mi historia, la verdad, nadie  creyóel incidente  del zancudo.


El cambista


El cambista guardó los dólares que le quedaban y le advirtió a su compañero de trabajo que se marchaba porque venía una tormenta. Alguien le comentó sobre la terrible noticia de la mañana; le dijeron que se fuera para su casa porque se avecinaba un huracán. Apesarado por abandonar la buena mañana que estaba teniendo en la compra y venta de dólares en el mercado, se puso a pensar también en el regalo que aún no había comprado ya que era la víspera del día de las madres. Caminó rumbo a la terminal pegado de las paredes, capeando la brisa que ya empezaba a caer. En fracciones de segundos las inofensivas gotas de lluvia se habían convertido en un torrencial aguacero, que lo obligó a refugiarse en uno de los caseríos de la colonia por el mercado. Empezó a comerse las uñas, su nerviosismo era tan notorio que una anciana le pidió que se calmara. Pero imposible para cualquiera calmarse en aquellas condiciones, con un viento salvaje que bujaba con tal intensidad que parecía querer arrancar las casas desde su base. Los alambres eléctricos se desprendían. Los techos de las casas eran sometidos a una extracción incontenible por unas garras invisibles y poderosas. Los gritos de desesperación se confundían con las bofetadas de aire y agua que hacían ceder gigantescos robles que se desplomaban sobre todo lo que encontraban a su paso. Una HILUX nuevecita quedó totalmente destrozada cuando un poste del tendido eléctrico le cayó encima. 


El cambista sintió deseos de correr y llegar cuanto antes a su vivienda, pero estaba tan lejos que decidió mejor dejar escapar sus lágrimas y pedirle a Dios protegiera a su progenitora, que en ese instante debía estar sola y asustada en su casita de adobe. Las noticias en la radio eran devastadoras: —” La ciudad de León ha sido arrasada por el huracán “— rezaban las últimas informaciones. El cambista no pudo más y soltándose de la mano que lo sujetaba se lanzó a la avenida, motivado por las ansias de ver a su viejecita; se fue corriendo por las calles sin rostro que permanecían destrozadas a la espera de un milagro. Cuando por fin llegó a la terminal de buses lo único que encontró fue una gran desolación. Empapado y temblando por el frio que lo estaba consumiendo, se sentó en una banca y eso fue todo, no supo nada más. Quedó tumbado en la soledad de una terminal sin mercaderes, ni buses, ni voceadores. Mientras la furia del huracán seguía empecinada en no dejar nada de pié. Todo quedó consumado ese día aciago. Cuando la escasa luz del otro día caía arrodillada ante los ojos aterrorizados de la muchedumbre. Mientras se contaban las desgracias como monedas en una bisutería de la estación, el cambista abrió los ojos y lo primero que vio fue el rostro de doña Prudencia, su madre, que lo contemplaba y le acariciaba la frente.

  • ¡Oh madre mía! ¿Cómo es que estás aquí?─ le preguntó el cambista –
  • Ay hijito─ la señora lloraba desconsolada─ las paredes de la casa se cayeron y unos hombres llegaron a sacarme de los escombros y a todos los del barrio nos evacuaron a esa escuela que está en frente.—doña Prudencia señalaba con sus manos arrugadas y húmedas — Y desde que llegamos aquí todas las personas murmuraban entre sí que había un hombre muerto en este lugar. Y algo muy extraño aquí en mi corazón hizo que viniera a asomarme y para mi sorpresa eras tú.


La anciana terminó de hablar, no sin antes secarse con los dedos las lágrimas que tímidamente se desprendían sobre aquel rostro minado de arrugas. El cambista la abrazó emocionado y dándole un beso en su cabellera emblanquecida le susurraba al oído.

─ Dios te bendiga madre mía éste día tan hermoso, perdóname ya que no me dio tiempo de comprar tu regalo.


Lloraron y daba la impresión que en sus lágrimas corría todo el dolor que había dejado el siniestro.

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