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La fugacidad de la felicidad

José García Pérez
miércoles, 18 de mayo de 2016, 00:51 h (CET)
Juan el de Cartajima fue mi gran amigo. Su muerte trastornó mi mente y desde entonces no encuentro la paz, mi paz, y es por eso que hablo y escribo de política, de crisis económica y de otras sandeces que desde esta humilde atalaya de columnista es imposible cambiar.

Si Juan estuviese vivito y coleando, yo estaría escribiendo de poesía y amor, de lo trascendente y lo oculto, de la profundidad en la sencillez, de la vida normal del pueblo que eligió para vivir y morir, de la puesta de sol y del café de pucherete, del interior de mí mismo y no del exterior del otro; pero Juan murió, y con él la sabiduría, o sea, el saborear la vida sin grandes empachos de güisqui y vitolas de hombre enciclopédico.

Tengo que volver a Juan porque si no usted y yo estaremos condenados a soportarnos en esa puja de vanidades que florece en la gran ciudad. Así hoy, por ejemplo, estaría obligado a discernir sobre los problemas del Metro de Málaga, de si Carolina España va a sustituir a su madre “política”, Celia Villalobos, en la cabecera de la candidatura malagueña a las elecciones del próximo 26-J.

Me comentaba Juan que en Cartajima se vivía en plenitud las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días que conforman ese tiempo que los hombres han acordado en llamar año. Un buen libro de lectura, una partida de dominó, una sencilla tertulia con los hombres curtidos por la serranía, un tranquilo paseo alejado de las encaladas casas, comer y beber algo, y dormir sin despertador.

Un fin de semana que pasé con él, le pregunté por el número de parados que podía haber en Cartajima, y él, con esa socarronería tan propia del hombre sabio me dijo: “no te preocupes por ello, aquí todos cobran el paro.”

Y siguió hablándome de la utopía de la verdadera vida, del encanto de la soledad acompañada, del mestizaje de la sabiduría con el pueblo y, muy especialmente, de la fugacidad de la felicidad, o sea, de lo necesario para sentirnos bien.

“Hace falta asombro, Pepe, -me decía siempre- asombro para ser feliz.”

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Transcurren días de confusión, o así me lo parece, inmerso en la actual vorágine de dichos y hechos en la que se percibe, aunque pueda parecer lo contrario, un predominio del olvido sobre la memoria, pues se superponen pequeños y grandes olvidos (la magnitud, en cada caso, queda a cargo de cada cual). Pienso, en relación con ello, acerca de lo esencial y de lo accesorio. No es fácil discernir entre uno y otro.

Quizá haya sido siempre así, aunque ahora se note mayormente; de cualquier manera, si nos ponemos a observar cómo nos relacionamos, el desapego, la crispación e incluso el enfrentamiento, cobran un rango predominante e inquietante.

Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre una realidad que nos atraviesa a todos, pero no por igual: en el mundo contemporáneo, los mercados ocupan un lugar central en nuestras vidas, en tanto que no sólo determinan lo que compramos o vendemos, sino que también influyen en áreas fundamentales como la educación, la salud, la justicia e incluso las relaciones humanas.

 
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