La venganza es dulce y no engorda. Alfred Hitchcock I —“No hay dinero suficiente para tantas necesidades”, pienso mientras retiro los últimos cien pesos de mi pago quincenal.
Salgo presuroso del cajero electrónico no sea que alguien vaya a pedirme que devuelva parte de lo que quedó de mi raquítico sueldo.
Mientras guardo el billete en la bolsa secreta de la roída chaqueta de mezclilla, pienso cómo haré rendir el dinero en un país que lleva cuatro meses con índices de inflación a la baja, pero la pasta no alcanza.
La sucursal bancaria quedó atrás, sin embargo ahora me siento como si yo fuese una especie en extinción, la de quienes todavía acuden a retirar efectivo, porque las operaciones electrónicas no son de fiar.
¿Y si la cantidad total que retiré la destino para alimentar mi esperanza?
II Doy gracias de vivir solo, así no tendré que dar explicaciones de mis finanzas.
El combustible para avivar mi esperanza me aguarda sobre la mesa de madera que me fabricó mi padre antes de morir.
Si ese envoltorio con papel de estraza tuviera vida, quizá me suplicaría más tiempo de vida. Sonrío, porque quizá la soledad ya me está haciendo daño y ahora empiezo a imaginar personalidad para las cosas inanimadas.
Tomo un pocillo de aluminio y empiezo a preparar un té de manzanilla, por aquello de que esas infusiones son buenas para tratar las afecciones estomacales.
Al fondo la letra de Pedro el herrero, la canción compuesta por José Alfredo Jiménez parece machacar esa sensación de que es riquísimo regodearse en la posibilidad de lo que pudimos ser, pero no fuimos y solo nos queda consolarnos con lo que se tiene, porque “peor sería no tener algo”:
No pude ser algo grande / por no haber ido a la escuela / sigo aprendiendo despacio / lo que la vida me enseña. / No pude alcanzar la gloria / por no salir de mi pueblo, / un pueblo lleno de historia / no quise dejar de verlo. / No sé ni escribir mi nombre / yo no entiendo los letreros / soy de este mundo el más pobre / hijo de Pedro el herrero. / Por lo que sufre mi madre / yo cada día más la quiero, / cuánto trabaja mi padre / por tan poquito dinero. / Y yo no puedo ayudarlo / por no haber ido a la escuela / sigo aprendiendo despacio / lo que la vida me enseña. / Pero me siento orgulloso / aunque no tenga dinero / de ser hijo de mi padre / mi padre es Pedro el herrero.
III En la mesa de madera construida con restos de un viejo ropero sostengo mi cara con las dos manos, los codos apoyados en la aún barnizada superficie parece acentuar el mensaje de aburrimiento, cansancio o hartazgo.
En realidad no es ninguna de las tres posibilidades, solo estoy pensando.
Pensar es una palabra de mucho peso para esa imagen de la cual yo soy el personaje central, en realidad solo estoy reposando con los pensamientos activos en una noche de viernes. Me hago el disimulado, porque en realidad yo sé que ya quiero ir a dar alcance al destino final del “combustible que aviva mi esperanza”.
Respiro profundamente, me pongo de pie y voy por el paquete cubierto de papel de estraza. No podía esperar más para dar alcance a mi ineludible futuro inmediato.
IV Como si se tratase de algo valiosísimo o de una especie de pasaporte al país soñado tomo una de las velas de cera que dan cuerpo al bulto de estraza.
Infaltables los cerillos de madera que me recomendaron por ser más aptos para los rituales en los que se usa fuego.
Estoy cómodo, solo tomé té y cero comida, no es que esté ayunando, pero más vale no saturar el estómago para facilitar lo que viene.
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