Hay muchas maneras de hacer balance de lo pasado o diversas formas de abordar un tema. En nuestro caso, tanto uno como otro empeño intentamos llevarlo a cabo a través de un asunto que nos atañe directamente: el de la educación. Y lo afrontamos desde nuestra doble condición de interesados por la literatura y de profesionales de la docencia. De este modo, uniendo ambas condiciones, hemos querido reflexionar –a través de varios artículos que se englobarán bajo el título genérico de “La educación en la literatura”–, sobre el mundo de la educación, en un sentido amplio y echando mano de las obras y autores literarios en las que este contenido se trata de manera más o menos directa.
Y dicho análisis lo realizaremos a través de obras que discurren por distintas épocas de la literatura española, y que van desde la lírica tradicional hasta el teatro de Juan Mayorga o la cuentística de Javier Sáez de Ibarra, pasando por obras como La Celestina, El sí de las niñas o autores como Miguel de Unamuno, Alejandro Casona, Josefina Aldecoa o Medardo Fraile.
Además de intentar encontrar algo novedoso con nuestra iniciativa, queremos asimismo ser claros en la exposición. Dedicaremos esta primera entrega a hablar de la influencia de la familia en la educación a través del autoritarismo. Y para eso echaremos mano de la conocida obra titulada El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín. Aquí, la severidad y el autoritarismo de una madre interesada y egoísta pudo haber provocado también una catástrofe de impredecibles consecuencias para el futuro de una hija sumisa y obediente, modélica según las reglas de la época, si la lógica de la razón no lo hubiera impedido. Tal enfoque de la educación dada por los progenitores a sus hijos se encuentra íntimamente relacionado con el concepto de “autoridad”, tan de plena actualidad y controversia también en nuestro tiempo. La crisis de autoridad afecta a todas las instituciones sociales, incluida la familia. En épocas pasadas, la obediencia se consideraba un valor tanto entre nuestros padres y hermanos como en la escuela, por señalar dos espacios de convivencia fundamentales en nuestra sociedad. Hay una nostalgia de la autoridad tan vaga como la nostalgia del paraíso, dice José Antonio Marina en su libro La recuperación de la autoridad, pero, por otra parte, se desprecia todo lo que tiene que ver con ella, porque hay quien la identifica con el autoritarismo y con la incapacidad de quien la ejerce de hacerse valer por otros medios que no sea el de la fuerza. Y es entonces cuando se confunde el ejercicio del poder y la imposición con la autoridad, es decir, con la aplicación de unas directrices por aquel que cuenta con prestigio, sabiduría o saber hacer en relación con un cargo o materia. José Antonio Marina, en su citada obra, expresa muy claramente esta diferencia: “La distinción principal entre potestad y autoridad estriba en que el poder puede utilizar la coacción, y la autoridad no”. Ahora bien, la autoridad también presenta distintas tipologías, como advierte nuestro filósofo. Existe una autoridad recibida, que se ostenta por el hecho de ocupar un puesto o una situación en la sociedad, como, por ejemplo, el ser maestro, o ser padre, o ser juez, figuras estas que ya conllevan por sí unos atributos, unas consideraciones y un respeto. Y existe una autoridad merecida, que se obtiene, además, por la manera de actuar, por la profundidad del saber en cuestión, por el cuidado y la objetividad en las argumentaciones y decisiones, por la coherencia en el comportamiento, por la honradez en la conducta, por la valentía ante las presiones, etcétera. De ahí que esta autoridad merecida ha de acompañar a la otra autoridad recibida y, en general, a toda posición de poder que se posea en virtud del puesto que se posea. La autoridad que ostenta doña Irene, la madre de doña Francisca en El sí de las niñas no cuenta, a nuestro entender, con el merecimiento que requiere la actitud de un buen progenitor, al basar la educación de la hija en una obediencia incuestionable que solo busca el beneficio materno y que viene motivada por el egoísmo. Doña Irene ha concertado la boda de doña Francisca, niña de unos dieciséis años, con don Diego, hombre que supera ampliamente la cincuentena. La muchacha está enamorada del sobrino de su futuro marido, al que conoce con el nombre de don Félix, llamado realmente don Carlos, militar de prometedor futuro. La acción se desarrolla en una posada, que los personajes utilizan como parada y fonda durante una noche de viaje desde Guadalajara, lugar donde se encontraba el convento en que la niña estaba pasando una temporada con sus tías, hasta Madrid, ciudad donde tendrá lugar la boda. Allí acude también don Carlos, alarmado cuando se entera de la noticia, y se desarrollarán unos acontecimientos que, al final, desembocarán en un final feliz y que nos desvelarán ese tipo de educación basada en la obediencia y en la sumisión, al parecer bastante frecuente en la época. La manifestación que sienta las bases de la obediencia a la que nos referimos la encontramos ya en una de las primeras conversaciones entre doña Irene, la madre, y don Diego, el maduro pretendiente, en donde aquella deja claro que su hija “no se alejará jamás de lo que determine su madre”. Ahí queda patente la seguridad de la madre, quien no duda de esa obediencia ciega a la que nos referimos y que más adelante la madre caracteriza dotándola de unas cualidades que solo tienen que ver con el silencio, la falta de sinceridad y un equivocado criterio de los padres a la hora de decidir lo que es bueno para los hijos. El siglo de la Razón, en el que se desarrolla la obra, no permite la rebeldía que aparecerá luego en el héroe romántico, y doña Francisca, la hija, se debatirá entre la protesta contenida y esa complacencia y obediencia a la madre, en que ha sido educada cuando habla con Rita, la criada. Dicha actitud sumisa y comprensiva de la hija contrasta con el tono tiránico, y a la vez condescendiente, de las palabras de la madre, guiada siempre por el puro interés material. Otras veces, doña Irene hace uso del tono lastimoso y lacrimógeno para argumentar su decisión ante la hija; todo sea por alcanzar unos fines que solo beneficiarán a ella. Menos mal que, expuestas en un primer momento de la obra el sinsentido y el disparate de una educación perniciosa, llega la reflexión guiada por la razón, de boca de don Diego, representante de los ideales ilustrados y, en este caso, de la lógica y la sensatez. Ello dará lugar, entonces, a una dialéctica claramente diferenciada entre la fuerza de la palabra, encarnada por don Diego, y la violencia física que doña Irene muestra con sus palabras. Y así, frente a esa violencia verbal de la madre, contrasta la conversación pausada y cariñosa entre tío y sobrino, en presencia del criado Calamocha, con la que expresan ante el espectador el verdadero afecto fraternal. La relación de autoridad y respeto, establecida entre tío y sobrino, inexistente por otra parte entre doña Irene y doña Francisca, se observa en otros momentos de la obra. Don Carlos obedece a don Diego, guiado por el buen criterio de este, que quiere lo mejor para su sobrino, y no su propio beneficio, esto es, asegurarse una vejez cómoda y sin sobresaltos económicos. La mesura imperante en el Siglo de Las Luces y el dominio de la razón llegan hasta tal punto que se superpone la obediencia de don Carlos al tío a los sentimientos de amor por doña Francisca. Así. una vez que el muchacho se marcha por órdenes expresas de su tío que, ejerce sobre el sobrino la autoridad moral de un padre, don Diego, sabedor ya de los amores existentes entre don Carlos y doña Francisca, intenta obtener de este una sinceridad que no consigue sacar a la luz. Pero no solo no consigue don Diego arrancar unas palabras aclaratorias sobre la manera de actuar de la muchacha, sino que, peor aún, tampoco es capaz de arrancarle a ella una negativa ante un casamiento infeliz. Doña Francisca opta por mantenerse en su obediencia ciega y obligada a la madre, aunque ello le conduzca a la infelicidad. La culminación del mensaje que quiere transmitir una obra de talante ilustrado que se precie, como esta que estamos analizando, se encuentra en la famosa intervención de don Diego y en la posterior réplica de doña Francisca, en la que aquel lanza esa famosa frase que muestra el mensaje de la obra: “Ve aquí los frutos de la educación”. Son unas palabras dirigidas más al auditorio imaginario que somos nosotros que a la muchacha, que es la propia receptora de dichas palabras. Al final, la estratagema ha surtido el efecto pretendido. A pesar de que obligó al sobrino a volver con su regimiento a Zaragoza, tras conocer la situación a través de una carta perdida y dirigida por don Carlos a doña Francisca, informándola del motivo de su partida, ahora don Diego le hace volver. Y será ahora también, mientras don Diego tensa la cuerda de la situación dramática, fingiendo que seguirá adelante con su casamiento con doña Francisca, cuando surgen los primeros y tímidos atisbos de rebeldía de don Carlos, algo impensable en la época de la mesura y la cordura, actitudes estas que se observan hasta en la expresión de los sentimientos más profundos, como es el del amor. No obstante, todo está controlado por la mente racional y sensata de un don Diego que representa los ideales ilustrados. El final feliz de la historia llegará cuando reúna a todos para anunciar la solución ante tanto desvarío y pronuncie una aguda crítica del abuso de autoridad. En conclusión, la dialéctica entre los dos modelos de autoridad paterna presentados al principio se soluciona por la intercesión de esa visión racional del mundo que el hombre ilustrado quería inculcar al ciudadano de su época. En este caso, este problema, común en el siglo XVIII, se resuelve satisfactoriamente gracias a la actuación de don Diego. El mismo Moratín nos presenta el mismo asunto en otra de sus comedias, pero con un enfoque distinto. En El viejo y la niña el mal está ya hecho, pues el matrimonio se ha llevado ya a efecto. El propósito del autor queda de manifiesto desde el primero momento: condenar una unión que no debía haberse producido; no solo por la desigualdad de la edad de los cónyuges, sino por el interés y el engaño con que fue concertada.
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