Escribió Hannah Arendt que “lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales” (1). Extractaba así el concepto de banalidad del mal, expresado por la escritora judía en el contexto del juicio al jerarca nazi tras ser capturado en Argentina, allá por 1960, para ser juzgado en Israel.
Tal vez signifique ello la posibilidad de que cualquiera de nosotros pueda ser copartícipe de hechos espeluznantes, o simplemente injustos, dada una determinada situación de jerarquía y obediencia. Emana, desde el punto de vista etimológico, el término jerarquía del griego, hierarquía, y significaría algo así como “orden sagrado”. Sabido es, por otra parte, que cualquier sociedad u organización funciona en torno a un orden, sagrado o no, e incluye ello al orbe democrático. En cuanto a la obediencia, que tendemos a identificar con la jerarquía militar, es procedimiento incuestionable en cualquier otro ámbito de las comunidades humanas; entendida como obediencia debida, sirve para justificar actos inmorales o delictivos. Se entiende asimismo, jerarquías aparte, la obediencia a la autoridad como practica para complacer a quienes ocupan posiciones de mando. Algunos estudios psicosociales confirman esa tendencia. Sería una explicación de la aludida banalidad del mal y de como un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata, que así lo definió Arendt, se hizoejecutor de actos terribles.
Resulta siempre curiosa, e indescifrable, la cuestión de la obediencia. Sin duda que la misma resulta imprescindible para el funcionamiento de nuestras sociedades y de nuestros sistemas políticos: obediencia a nuestros superiores, obediencia a la ley… todo se construye sobre ella. Pero no es fácil determinar en qué punto esa obediencia deja de ser benefactora de la convivencia para tornarse en mal incipiente. ¿Cuándo dejar de obedecer? Se puede responder la pregunta, de manera canónica, con un sesudo fárrago sobre la necesidad de huir siempre de la obediencia ciega, añadiendo un mar de palabras sobre las órdenes razonables, por un lado, y el sentido crítico, por otro. Pero el devenir se construye de hechos reales; la obediencia de órdenes inicuas, en lo práctico y en lo moral, como fue el caso de Eichmann, no se origina de un día para otro, con una orden deleznable que, de pronto, sucede a otra llena de cordura. En realidad, suele producirse una cadena gradual de mandatos o leyes crecientes en injusticia y, cuando ello acaece, se supone, así parece demostrado, que vamos perdiendo la capacidad para captar lo razonable y para identificar el punto en el que sea necesario rebelarse. No nos meten en agua caliente para llevarnos a ebullición, sino que, como a la rana, nos van elevando la temperatura partiendo del líquido elemento aún frío. Y nos damos cuenta tarde, o tal vez nunca; nos refugiamos entonces en una especie de ignorancia impostada que luego justificamos por la obediencia debida o por cualquier otra causa ligada a la disonancia cognitiva.
Volviendo sobre Arendt, afirmó que “el sujeto ideal del gobierno totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes la distinción entre realidad y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre verdadero y falso (es decir, las normas del pensamiento) ya no existe”. Y uno tiene la impresión de que ello está, ahora mismo, en aumento.
(1) Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Debolsillo. Barcelona, 2013
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