Albert Einstein le pregunta a Sigmund Freud acerca de la posibilidad de evitar a la humanidad los estragos de la guerra y, acaso, de prevenir el tema bélico futuro mediante la ajustada intervención de la Liga de las Naciones, creada en 1919 por el Tratado de Versalles -antecedente de la Organización de las Naciones Unidas-. Transcurre 1932 en Potsdam y en Viena, y el científico invita al psicoanalista a debatir sobre el temario de la guerra. Las cartas, publicadas por primera vez en Alemania en 1933, son prohibidas poco tiempo después. En el intercambio epistolar, ambos plantean interrogantes acerca de la sociedad, los conflictos y el orden del derecho.
Freud le responde a Einstein cada una de sus preocupaciones con su habitual estilo sencillo, impecable, se podría decir en una tonalidad más sociológica que psicoanalítica. Es que si de algo no carece el padre del psicoanálisis es del “principio de realidad”: como reza el dicho popular, lo que natura non da, Salamanca non presta, y atento al contacto directo con la naturaleza humana a través de sus numerosos pacientes, se evidencia su alto conocimiento de las personas, vale decir, no ostenta el anclaje cognitivo y pragmático del mero especialista. Para comprender no basta conocer…
Una cantidad exorbitante de órganos mediadores y tribunales de justicia se ocupan a la fecha de los conflictos entre países y de sancionar los daños irrogados a poblaciones enteras. Sin embargo, la confianza exagerada que se deposite hoy en estas organizaciones burocráticas, aun basadas en acuerdos éticos pacifistas para que eviten o resuelvan beligerancias, parece de una ingenuidad inverosímil. ¿Por qué? Porque tales organismos se encuentran dirigidos por sujetos que aunque se someten a las reglas jurídicas de su creación y funcionamiento, se manejan dentro de una pirámide funcional en la que las luchas internas por el poder en sus diferentes variantes y debido al limbo jurídico de muchos de sus reglamentos internos, autónomos, ejecutivos, normas interpretativas y tal, terminan, esos sujetos, por hacerse de mecanismos informales que los aleja del objetivo principal por el que fueron creadas tales organizaciones y designados ellos. Más exhaustivo es un ordenamiento jurídico interno, más homeostáticamente actuarán los órganos inferiores, provocando demoras en la resolución concreta de los problemas para los que se los convocó y a menudo, daños irreparables a los administrados.
La pérdida de la supuesta racionalidad de estos organismos, estudiada, vbgr. por Michael Crozier en “El fenómeno burocrático”, deviene al fin en resultados no queridos y endebles. Conocimiento y tecnología, eficacia y eficiencia no sustituyen el único modo de evitar el síntoma de la repetición (“Wiederholungszwang”): no hay que temerle a navegar en aguas profundas, lo cual involucra tanto al sujeto y ciudadano de a pie, como a los gobiernos, elegidos para disminuir el malestar del planeta. Referirse, pues, a los organismos internacionales como redentores pacifistas es continuar adheridos a antiguas metonimias, con significaciones que se van reduciendo conforme transcurren los años y por tanto, desnaturalizan el signo jurídico inicial: convencer a las naciones de deponer armas y amparar a las poblaciones diezmadas por la muerte y las hambrunas.
La metonimia (como la metáfora) constituye una matriz del lenguaje y del pensamiento: se piensa siempre a través de la traslación de conceptos. Pero el problema radica en que por el originario desplazamiento debido a una necesaria economía lingüística, la metonimia termina por reducir el significante al significado. Y al olvidar el valor del contexto y del interpretante, simplificando las ideas llevándolas a términos diferentes del comienzo, todo el mundo queda hablando de algo distinto a lo que la generó y repite conceptos vaciados de contenido, sin racionalidad alguna. Hoy pensar, pues, constituye una aventura bastante compleja.
A modo de colaboración, queda reproducida en forma abreviada la respuesta de Freud a las dudas planteadas por Einstein acerca de los antagonismos bélicos y su supuesta posible “prevención”, en tiempos cuando comenzaba a descollar la ciencia dedicada al sujeto. A cargo de los lectores, quedaría reflexionar sobre las guerras actuales.
“(…) los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, es decir, cuando lo mate. Esto tiene la doble” ventaja” de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino haga que otros se arredren de seguir su ejemplo”.
“(…) cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. (“L’union fait la force”.) La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. Pero semejante estado de reposo (“Ruhezustand”) es concebible sólo en la teoría; en la realidad la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos”. (…) “Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que comienza a dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias oportunas y peligrosas. Ahora bien: las actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso de la cultura son negadas por la guerra en la más violenta forma y por eso nos alzamos contra ésta: simplemente, no la soportamos, y no se trata aquí de una aversión intelectual y afectiva, sino de que en nosotros, los pacifistas, se agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una idiosincrasia magnificada al máximo. Y parecería que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades. De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres”.
“Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida transcurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión. Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores. Es claro que, como usted mismo puntualiza (Einstein), no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra. ¿Cuánto deberemos esperar hasta que también los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá no sea una esperanza utópica la de que la influencia de estos dos factores –la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de la guerra futura– pongan fin a los conflictos bélicos en el curso de un plazo limitado. Nos es imposible adivinar a través de qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora solo podemos decirnos: todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra. Le saludo cordialmente y ruego me perdone si mi exposición lo ha defraudado un poco. Suyo. Sigmund Freud”.
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