Ser omnisciente, bueno y todopoderoso han sido, y son, rasgos atribuidos a Dios, a pesar de la incompatibilidad entre los mismos una vez observado el mundo, pues, ante la existencia del Mal y del dolor, si Dios es bueno, solo cabe pensar que sea bueno y todopoderoso, pero no omnisciente, o tal vez omnisciente y todopoderoso, pero no bueno, o acaso omnisciente y bueno, pero no todopoderoso, por la imposibilidad de que reúna las tres idiosincrasias si aplicamos la mínima racionalidad en el análisis.
Sin embargo, se tiende a transferir, en nuestro tiempo, características tales al moderno Leviatán, o Estado, tal vez por aquello de que, como afirmaba Chesterton, cuando los humanos dejan de creer en Dios, empiezan a creer en cualquier cosa. Pero no es baladí el asunto del Leviatán, considerado por Hobbes como entidad terrorífica pero necesaria para una dosis razonable de paz y para proteger a cada individuo de los otros. Partía el filósofo del ya casi manido “homo homini lupus est” (el hombre es un lobo para el hombre) justificando así el Estado absolutista; y escribió aquello de que «debemos concluir que el origen de todas las sociedades grandes y estables ha consistido no en una mutua buena voluntad de unos hombres para con otros, sino en el miedo mutuo de todos entre sí». Aunque se le ha atribuido, en parte, a su pensamiento una cierta ligazón con el liberalismo, se relaciona más bien, algunos estudios así lo muestran, con el absolutismo, nutriendo por tanto la ideología sustentante de una serie de monarquías de los siglos XVII y XVIII. A pesar de ello, su concepción coincide, y mucho, con la que, en nuestros días, y sobre todo en la Izquierda, aunque también en gran parte de la Derecha, resulta mayoritaria.
Y es que nos inclinamos, tal vez, por un Estado que, como se atribuye a Dios, sea omnisciente, bueno y todopoderoso. Es decir, un Estado que conozca lo que es bueno para nosotros y para nuestro entorno, protector de la sociedad y del planeta, salvaguardando a cada cual del resto y amparando a todos del mal y de la injusticia; de ahí su índole bondadosa. Y lo queremos, asimismo, cada vez más todopoderoso, capaz de ejercer su bondad aplicando las conclusiones de la omnisciencia que se le supone. Pero, claro, no es el Estado un todo que supere a la suma de sus partes; además, su funcionamiento e inclinaciones coinciden con las de los individuos concretos que lo gestionan.
¿Podemos suponer que, dichos individuos, en su omnisciencia política y general, tienen la magia para determinar nuestra vida? ¿Pueden acaso saber qué es lo correcto y saludable? ¿Predicen lo que nos conviene? Solo hay, creo, dos opciones. O bien somos libres para decidir, aun a riesgo de equivocarnos y de elegir la posibilidad más dañina, o bien nos tornamos súbditos del Leviatán y acatamos de manera acrítica sus decisiones, en un tropismo colectivo orientado a la obediencia placentera. Se trata de optar, en última instancia, entre la seguridad del Zoo o la vida fuera de sus límites, con sus ventajas e inconvenientes. Seguridad versus libertad, esa es la cuestión.
Afirmó Dwight D. Eisenhower: “Si quieres seguridad total, ve a la cárcel. Te alimentan, te visten, te dan cuidados médicos. Lo único que falta es la libertad”. Igual eso es lo que queremos.
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