En estos días de Semana Santa, me viene a la memoria, ignoro el porqué, la cuestión de las reliquias, objetos esenciales a lo largo de nuestra historia. Su apariencia y rasgos se ofrecen variados, desde recortes del cuerpo de un santo, como huesos o cabello, hasta lugares considerados sacros y devenidos destino de peregrinación, pasando por artefactos asociados a eventos significativos o a la propia divinidad, como la túnica de Jesucristo. Se veneran por su conexión con lo divino y otorgan gracia o bendiciones a sus poseedores, o simplemente a quienes los veneran.
En la Grecia y Roma antiguas se idolatraban cosas como estatuas, amuletos y lugares de culto, a los que se atribuían poderes divinos y capacidad protectora. Con la expansión del cristianismo, las reliquias adquirieron un papel preponderante, pues ya los primeros cristianos adoraban los restos de los mártires y, como consecuencia, obtuvo en el período medieval el culto a las reliquias su momento álgido y, así, las iglesias y monasterios competían en la adquisición de reliquias para acrecentar su prestigio y atraer peregrinos. Llegó a surgir el fenómeno de la falsificación, sobre todo en zonas de peregrinaje como la ruta jacobea. Mas tarde, en tiempos modernos, a pesar de la tendencia secularizadora, siguieron las reliquias siendo sustanciales en el epicentro del cristianismo católico y ortodoxo. Aún hoy son veneradas por millones de personas en todo el mundo. Los centros de peregrinación atraen a fieles y turistas, mostrando la esquizofrenia de los tiempos coetáneos, fruto de sociedades con idiosincrasia bipolar, supuestamente basadas en la ciencia y la razón, laicas, pero en las que coexiste el sentimiento de lo inefable, y no solo de lo religioso, sino también de lo mágico. Poseemos la evidencia que nos proporciona el éxito mediático y bibliográfico de asuntos como el grial o lo esotérico en general , sin menoscabo de las viejas reliquias, persistentes en ciertos contextos de velas y deseos solicitados, de oraciones y ritos. Católicos, musulmanes, judíos, hinduistas o budistas….pero también laicos: Elvis, el Himalaya, ruta 66, incunables, algunos mangas….Amuletos varios o la propia mística de la lotería, muy significativa en nuestro contexto patrio providencialista y alejado del calvinismo.
Sea como sea, nos resistimos a la idea de ser gobernados por el azar o la nada y, en el fondo, ateos o creyentes, indagamos regularidades que den sentido al mundo. Leí en algún libro, no recuerdo cuál, que alguien se definía como religioso y ateo al mismo tiempo. La devoción separada de la creencia. Así nuestra Semana Santa, glosada por Antonio Banderas, en el pregón de la de Málaga en 2011, como “tan extensa, tan poliédrica y multicolor que se podría decir que hay tantas Semanas Santas, y formas de percibirla, como cofrades”. El rito y la devoción, aunque esté ausente la creencia, fuerzan una repetición que nos protege, en cierto modo, de nuestra frágil insignificancia. Escribió Borges, en el poema titulado “Ajedrez humano”:
“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
Me sorprende cada año, como agnóstico, esta celebración compartida por ateos y creyentes, esta Semana Santa, ahora entre los tambores de la guerra cercana, a la que ya pertenecemos. Escribió o dijo Mircea Eliade: “la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se producen naturalmente, sino en los intervalos esenciales, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo: en el momento de los rituales o de los actos importantes (alimentación, generación, ceremonia, caza, pesca, guerra, etcétera). El resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el devenir”.
Qué este intervalo, y lo que esté por venir, nos sea propicio.
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