Veo en pantalla aparecer su rostro, de barba poblada y canosa, pelo fosco y duro en raíz, el cuello de la camisa desabrochado que deja entrever la frondosa pelambrera de hombre, de pelo en pecho, de los de antes, muy distante a la moda metrosexual; y es entonces, cuando me viene al recuerdo la imagen de esos pistoleros de taberna del oeste que entraban a la cantina, en un día de lluvia torrencial, acompañado de varios de sus secuaces. Tras haber enroscado el atalaje del caballo al travesaño de madera.
Me imagino entonces a esos jinetes de ropajes sucios y polvorientos, que deciden tomarse un descanso como en películas como El hombre que mató a Liberty Valance, La muerte tenía un precio, El forastero o Río Rojo. A ese fogonazo que se me dispara en el recuerdo a causa de las películas de los mejores westerns, le acompaña una canción: El pistolero ha llegado ya a la ciudad. La música de aquel mitológico grupo fundado en la década de los 80: Pistones.
Con la fuerza con la que se aviva un rescoldo de ceniza, del interior de una chimenea, al entrar en contacto con la ráfaga de aire que acaba de producir la puerta de la cantina al abrirse, en los vericuetos de la mente se reproduce la letra de esa canción:
El pistolero ha llegado ya a la ciudad Se ha apodado “el Tuerto”, su profesión es matar. El pueblo entero ha volado, nadie quiere salir, en el salón el barman dejó ya de servir. Su risa es tan falsa como el judas aquel, su mirada la más fría que puedas conocer; en su cintura hay más balas que todo un arsenal, en su revólver más muescas que en la barra del bar, es el más sucio y rápido en disparar. Y yo sé que esta vez sin duda viene a por mí… algo tendré que hacer, sí (…)
Observo su rostro poblado de vello entreverado, canoso y negro, y sus ojos azules de pupilas dilatadas y contemplo su mano que, lentamente baja hacia la correa que lleva sobre la cintura y donde descansa su revólver. Pero esta vez su mano se detiene a medio camino. Por encima de la cintura. Retira su corbata de tono verdoso azulado e introduce la mano en el interior de la chaqueta de traje para extraer, del interior de su bolsillo, el arma del siglo XXI. El teléfono último modelo. Sin dudarlo marca el número de su última víctima, y en el tono canallesco que acompaña las figurassombríasque descansanen el interior de esa taberna de mal vivir, comienza a aflorar su carácter. El dedo se le dispara y el WhatsApp acoge sus últimas balas: Os vamos a triturar / vais a tener que cerrar / Que os den / idiotas (…).
Tiro de hemeroteca y compruebo que en la parte trasera de su teléfono hay varias muescas de años anteriores que definen una carrera periodística cercana al poder, al santo poder. Hasta el punto de ser condecorado con la Cruz de la Orden de Isabel la Católica, distinción instituida por el Rey Fernando VII, el rey felón, el rey más tonto e ignorante de España, que se atrevió a cerrar las universidades y cambiarlas por escuelas de tauromaquia. Pero en esta ocasión no ha sido ningún rey, sino la mano alargada de Aznar la que ha llevado la insigne condecoración a su solapa. A esa solapa de la chaqueta bajo la que se resguarda su revolver, o lo que viene a ser lo mismo, su teléfono móvil.
Indago un poco más y observo que en 2006, esta vez con Zapatero en el progre poder, la Fiscalía Anticorrupción decide investigar a su empresa Carat S.A. al haberle sido otorgadas a dedo y sin concurso, ni trámite previo, varias campañas publicitarias por el entonces ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana.
El veinticinco de abril de 2011, nuestro personaje de película del oeste fue condenado por un delito de injurias graves realizado con publicidad contra el excoordinador de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés. El tres de mayo de 2013 fue detenido por conducir en estado de embriaguez, al haber chocado con varios coches aparcados y al cuadruplicar, según la Wikipedia, la tasa de alcohol permitida. En 2014, como colaborador de Espejo público, deseó que fusilaran al político Artur Mas. En 2022, empujó bruscamente a la periodista Andrea Ropero mientras le hacía una pregunta a Isabel Díaz Ayuso. Y ahora, en 2024 ha vuelto a sacar su teléfono con la rapidez con la que esos pistoleros del western echaban mano a su cintura para saldar cuentas. Balas aún calientes en el cañón del revolver de supuestas amenazas veladas a una periodista de ElDiario.es. Una antigua conocida que se cambió de bando. Que se pasó a la cáscara amarga, en sus propias palabras, tras ser despedida de La Razón.
MAR, así le apodan. Y a su paso se oye el tintinear de las espuelas antes de acercarse a la barra y solicitar al camarero, no una zarzaparrilla, sino un whisky solo, sin hielo. Un trago que encienda las entrañas y que le lleve a poner la mira en su próxima víctima. Un momento para fijar la luz incandescente de su mirada en el imberbe que se atreva a pisar en sus dominios. Un instante para hacerle saber, como dice esta canción de Pistones que:
Y yo sé que esta vez sin duda viene a por mí… algo tendré que hacer, sí (..)
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