“Cuidar es una de las labores clave que se realizan en la sociedad y esa labor nos compete a todos. Las personas que hacen de esta ocupación su profesión son miembros fundamentales de nuestra sociedad y deben ser cuidadas, reconocidas y retribuidas como tales.” Estas palabras de Isabel Sánchez autora de “Cuidarnos”, me hacen recordar el reconocimiento a quienes hace cuatro años aplaudimos desde los balcones durante la pandemia y que hoy he querido convertirlo en un aplauso y agradecimiento personal, hacia quienes durante día y noche me cuidaron con una más que demostrada profesionalidad y generosidad, durante mi larga estancia en la Habitación 613 del Hospital Regional Carlos Haya de Málaga.
Cuando tu vida se ha venido deslizando por la pendiente del tiempo durante siete décadas y has desarrollado toda tu actividad física y mental sin serios o graves contratiempos que afecten a tu salud, llegas a perder la visión real de tu propia fragilidad humana y que solo reconoces en el “otro” que lamentablemente sí que la sufre o padece.
Visitamos enfermos en hospitales o en sus hogares, acudimos a funerales en cementerios o columbarios y al mismo tiempo consideramos la enfermedad y la muerte como algo ajeno al indeleble signo de nuestra propia temporalidad. Pero un día se tambalea el sentido de nuestra existencia y también el de la vida… ¡pasas a formar parte del ingente ejército silencioso tan querido por Dios! Ha llegado el momento en el que experimentas que tu naturaleza se ve truncada por una dolencia que perturba tu salud.
En palabras de Benedicto XVI “La corporeidad pone límites a nuestra existencia. No podemos estar simultáneamente en dos lugares diferentes. Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú está el muro de la alteridad.” Tu vida se convierte entonces en una lucha incesante para salvar, por una parte, tu cuerpo deteriorado y por otra, fortalecer tu mente y tu espíritu para enfrentarte a una dura y larga batalla contra un inesperado y escurridizo enemigo disfrazado de bacteria.
Ya no eres tú quien tiene las riendas de tu vida, son “otros” los que deciden por tí. Médicos, enfermeros, auxiliares emprenden una frenética carrera para volcar sobre tí sus conocimientos, su profesionalidad, su buen hacer y descubrir dónde está ese enemigo para atacarle por todos los flancos. En ese momento tu mente empieza a reaccionar; las preguntas se agolpan desordenadamente y poco a poco vas aceptando tu nueva realidad. A los “otros” les corresponde su trabajo, les dejas hacer y vuelcas sobre ellos toda tu confianza en su experiencia y saber hacer . Tu autonomía personal está bajo mínimos y aprendes a echar mano de todos los recursos mentales y sobre todo espirituales para hacerte fuerte en tu fe y fortaleza.
Tu trabajo es aceptar la voluntad de Dios, enterrar miedos y temores y contribuir positivamente a la serenidad de quienes te rodean y te quieren, sean familiares o amigos. En los pasillos de un hospital, en sus habitaciones, en sus quirófanos y consultas existe un mundo ajeno al ruido y al ajetreo del exterior. En ese mundo es donde está en juego diariamente la vida y la muerte, donde el dolor y el sufrimiento de tus compañeros de habitación te convierten en sus aliados y confidentes, y donde aprendes a reconocer y agradecer el afán de tus cuidadores profesionales, capellanes y muy especialmente el de tus familiares para que recuperes el preciado bien de la salud.
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