Ucrania ha sido un punto de inflexión también en el ámbito interno ruso, porque le ha servido a Putin para acallar cualquier voz de descontento social y para reforzar su control de las élites, sin las cuales resulta impensable transformar el régimen. En los estados autoritarios, sin embargo, las guerras son siempre armas de doble filo. Barren a la disidencia, pero actúan como cortinas de humo que impiden saber qué se mueve bajo la superficie. Para muestra, la rebelión del líder del grupo paramilitar Wagner el pasado verano, o la masiva afluencia de ciudadanos para despedir a Navalny. Son indicios de que Putin no tiene su poder tan afianzado como quiere aparentar. A Europa le sobran motivos para temer lo que puede ocurrir si el imperialismo ruso triunfa en Ucrania. Pero no menos fundados son los temores del propio Putin sobre su futuro si su plan fracasa en Ucrania. El frente, no las urnas, es donde se la juega.
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