Las gentes de la posguerra, entre los que me encuentro, teníamos un escaso y pobre conocimiento del sentir andaluz. Vivíamos en medio de la exaltación de España especialmente como “una”. A lo largo de los años, este concepto ha ido cambiando progresivamente. Pronto empezamos a descubrir cómo otras regiones comenzaban a sacar la cabeza y a considerarse superiores a los demás. Una tendencia geográficamente dirigida de norte a sur. Los andaluces también teníamos derecho.
Desde otras partes de España los andaluces éramos considerados como mano de obra para la industria, la minería y la agricultura norteña. Cantera de trabajadores poco cualificados que accedían a los trabajos más sencillos. Paulatinamente fueron descubriendo la capacidad de progreso de estos inmigrantes y no tuvieron más remedio que darle paso a los empleos más cualificados. A nivel europeo sucedió prácticamente lo mismo. Las segundas generaciones, hijas de españoles, han demostrado estar tan preparadas como los locales y ahí están. Podemos comprobar como los charnegos, los maquetos y los españolitos de pie militan en primera división laboral y cultural.
A lo largo de mi vida he participado en multitud de convenciones y encuentros nacionales e internacionales. En todos, cuando los del sur comenzábamos a intervenir con acento andaluz -el mío es muy marcado-, nos miraban con una sonrisa, esperando que contáramos un chiste o nos arrancáramos con un fandango. Finalmente descubrían que éramos bastante más despiertos y abiertos de lo que se esperaban, así como más eficaces que la mayoría de los asistentes.
Poco a poco he sido más consciente de mi sentimiento y orgullo por ser andaluz. Hasta el punto que estoy dedicando los últimos años de mi vida a conocer su historia más a fondo. He descubierto la importancia del comercio de nuestras costas que en su día propiciaron los fenicios, griegos y cartagineses. La influencia de la Bética romana en el Imperio. La impronta cultural que dejaron los musulmanes en su paso por Al-Ándalus. Estamos hablando palabras mayores. Un país que ha ido asumiendo todo lo bueno que han dejado las diversas culturas que han pasado por la tierra de María Santísima.
No conozco personalmente a nuestro presidente Juanma Moreno. Pero ayer me convenció su discurso en la celebración del día de Andalucía. No reclamó la supremacía de nuestro país sobre los demás. Tan solo pidió que no se nos tomara por tontos. Ocupamos casi el 18% de la superficie de España y somos los primeros en población: 8.619.000 habitantes teníamos el pasado año. Gozamos de un clima envidiable y unas estructuras soberbias. Estas circunstancias las han descubierto millones de visitantes nacionales y extranjeros, que llenan nuestras ciudades en cualquier época del año.
Por eso y por muchas cosas más, considero que Andalucía y los andaluces somos protagonistas de una buena noticia para el mundo. Que somos acogedores y solidarios. Que tenemos un lenguaje sonoro, lleno de matices e inteligente. Que tenemos, además del turismo y la agricultura, una industria tecnológica de primera fila.
Me siento muy orgulloso de ser andaluz. De mis ascendientes fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos, musulmanes y judíos. De gozar de un ADN que recoge un crisol de razas y culturas que nos ha dado una impronta especial a los andaluces. Solo le pido a Dios que no cambiemos jamás. Con nuestros defectos y nuestras virtudes. Únicos.
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