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En la primavera del 2006, tuve la oportunidad de viajar a Tierra Santa. En una de las múltiples visitas que realizamos a lo largo de aquella semana, pudimos recordar nuestra boda en el templo sito en Kafar Kanna (así se llama ahora esta población), que se encuentra en el lugar donde se produjo el primer milagro de la vida pública de Jesús.
Escribo esta reflexión en medio de una situación de agobio personal e intransferible. A cualquiera de los lectores le puede parecer una nimiedad, producto del capricho de una mente senil. Se trata de que me tengo que someter a cuatro exámenes finales en el plazo de diez días. Ya han pasado los dos primeros. Esta próxima semana tendré los otros dos.
En una de esas conversaciones que surgen en las sobremesas navideñas, me preguntaron por el sentido de la vida en clausura. Mi respuesta fue un tanto evasiva. No se entiende el pasarse la vida encerrado en un convento sin hacerlo desde la perspectiva de un mínimo de fe. A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de conocer con más detalle la vida de dos comunidades de monjas de clausura. Las Hermanas de la Caridad de San Fernando y las monjas Cistercienses del Atabal.
Perdonen por la historia de un “abuelo cebolleta”, pero de lo que abunda en el corazón “escribe el ordenador”. Aquella mañana del día de Navidad del 2000 se puso en marcha la procesión de inicio del Jubileo, que partía de la Parroquia de Santiago y culminaba con la apertura de la Puerta Santa de la Catedral de Málaga.
A lo largo de los dos últimos años estoy inmerso en una nueva experiencia, lo que me está permitiendo conocer mejor el mundo de los jóvenes de hoy. Se trata de mi cuarta experiencia en las aulas. La primera la realicé en los años sesenta, la segunda en los setenta, la tercera en los dos mil y la actual, desde el 2023.
Estamos acostumbrados a ver en los medios cómo cada uno de los días del año se considera como “el día de”. Se celebran las colectividades y celebraciones más insospechadas. Se supone que a “alguien” le parece que hay que reivindicarlas. No soy muy amante de realizar algunas celebraciones a plazo fijo. Me parece que cualquier día es bueno para alegrarse. Aunque nos parezca difícil, siempre podemos encontrar un resquicio en nuestra vida para sentirnos felices.
Los españoles gozamos de una gran devoción por la Inmaculada Concepción, reconocida como tal por el dogma de 1854, que fue proclamado por el papa Pío IX. Asimismo fue declarada patrona de España desde el siglo XVII. En mi familia se trata de un día muy especial.
No se preocupen. No voy a elucubrar sobre el emérito ni el vigente. Se trata de un muchacho que presenta la característica más esencial para representar el papel del Rey Baltasar en la Cabalgata de Reyes malagueña. Llevamos varios años en los que se ha conseguido encontrar aspirantes a dicho puesto con el color adecuado de piel.
La historia se repite. El ser humano vuelve a tropezar en la misma piedra una vez tras otra. A principios del siglo XVI Maquiavelo nos anticipaba (sin pretenderlo) las consecuencias de la DANA. Tengo la suerte de asistir a clase de Historia Universal de la Edad Moderna en la Universidad de Málaga. Días atrás, mientras debatíamos sobre la historia de la Europa del siglo XVI, nuestra profesora proyectó en la pantalla un fragmento de la obra de Maquiavelo “el Príncipe”.
Pertenezco a una generación que ha vivido sin excesivos problemas a lo largo de su vida. Cierto es que nacimos y nos criamos en la posguerra, tiempos difíciles, pero que han ido cambiando paulatinamente a mejor a lo largo de los años. Por eso no teníamos ni idea de lo que pasaría cuando pintaran bastos.
Está claro que estos días pintan bastos. No por culpa de la economía, de la política o de la meteorología. Se trata de cómo podemos comprobar que la humanidad está con ganas de gresca por todo y por nada. Los nervios están de punta. Para colmo los americanos afilan sus garras “trampeando”.
Hoy me he servido de un Puente para reflejar mi buena noticia. Se trata del puente de solidaridad que se ha trazado entre los damnificados por la DANA de la pasada semana y el resto de España. Se me han saltado las lagrimas al contemplar las riadas de voluntarios que se han desplazado a la zona 0 a través del único nexo de unión entre la tragedia y el resto del mundo.
Llevamos demasiado tiempo bombardeados por la presencia de guerras, desencuentros y una constante lucha a muerte política, animada por los medios de difusión que se manifiestan excesivamente sectarios. De vez en cuando, es necesario desengrasarse asistiendo a actos que te animan a pertenecer a ese grupo de personas que disfrutan de un espíritu libre y de una forma de actuar, que les permite ser felices y hacer felices a los demás.
No se trata de una mujer cualquiera. Me estoy refiriendo a una señora que tiene diez años más que yo y que nos da sopas con honda con su rapidez mental y en su manera de ser. Su curriculum es determinante. Licenciada en Filosofía y Letras, profesora de instituto, actriz de primera fila. Cine, teatro y televisión la han mantenido durante años en el cenit de las artes escénicas. Pero sobre todo, lo que me admira y me invita a reconocerla en esta semblanza, es su saber estar.
Cada 12 de octubre se nos presenta una copia del desfile del año anterior. Esta vez un poco deslucido por la lluvia. Se ha convertido en un escaparate de los diversos estamentos militares y una ocasión para que algunos manifiesten su desacuerdo con el gobierno así como su apego manifiesto por la monarquía.
Hasta ahora estas rupturas de las parejas creaban una serie de problemas que a muchos les parecían insuperables. Amén de reconocer definitivamente que el cónyuge no era tan apreciado como cuando se inició la relación, surgían las dificultades para establecer la guardia, custodia y educación de la descendencia y el reparto de los bienes. Ahí se armaba el taco.
Me da la impresión de que algunos países hispanoamericanos se están poniendo un poco pesados con la tabarra de que el pueblo español actual tiene que pedir perdón por la serie de actos (verdaderos o falsos) que forman parte de la llamada “Leyenda Negra”.
Aun recuerdo mis tiempos escolares en los que, al pasar lista, se contestaba con la exclamación: ¡Servidor! O aquél latiguillo que utilizaba López Vázquez: “un esclavo… un servidor”. Este sustantivo se ha dejado vinculado solamente a los distribuidores de Internet.
En los tiempos que corren, los estudiantes malagueños se incorporan a las aulas el 10 de septiembre. Como he cometido la osadía de matricularme en segundo de Historia, una vez superado el primer curso, me he vuelto a incorporar a unas instalaciones viejas y llenas de obras. Unos bancos incómodos y antediluvianos que, a partir de la tercera hora de clase, hacen jurar en arameo a mis maltrechos huesos.
De improviso tenemos que cambiar la sombrilla de playa por el paraguas y la toalla por el chubasquero.
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