Escribo esta reflexión en medio de una situación de agobio personal e intransferible. A cualquiera de los lectores le puede parecer una nimiedad, producto del capricho de una mente senil. Se trata de que me tengo que someter a cuatro exámenes finales en el plazo de diez días. Ya han pasado los dos primeros. Esta próxima semana tendré los otros dos.
Todo el mundo me dice que la culpa la tengo yo. Que no tengo necesidad de pasar por este calvario a mi edad. A veces hay que echar un pulso al paso del tiempo y auto demostrarse que aun no está uno para el arrastre.
Las neuronas se van reproduciendo cada vez en menor medida y llega el momento en que uno confunde a Saladino con los neardentales y a Carlomagno con Alí, el yerno de Mahoma. Menudo batiburrillo mental.
La buena noticia para mí surge cuando me hago cargo de que ya no me pueden regañar los padres cuando aparezca con alguna calabaza. La pugna personal que mantengo con los cinco nietos que comenzaron sus carreras al mismo tiempo que yo, parece ser que solo se encuentra en mi mente. Ellos van a lo suyo. En lo que son bastante buenos. El agobio nace de un malsano sentimiento de amor propio que no conduce a nada positivo.
Así que haré cuanto pueda. El curso pasado acabé bastante bien. En el presente, si no me da el avenate para bajarme en marcha, terminaré como pueda. Así que en este momento dejaré de escribir esta buena noticia. Volveré a mis reyes godos y su relación con los Omeyas. ¿Para qué me habré metido en este lío?
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