Nos encontramos inmersos en una profunda crisis educativa. Quizás la punta del iceberg fue la recién declaración de fracaso del sistema público de educación. Éste se lleva todo el peso del fracaso escolar. Es la solución más fácil. El corazón del fracaso escolar no es el sistema público de educación. Lo es el hogar. La responsabilidad de la educación pública es enseñar a leer y a escribir y otras enseñanzas básicas que se van incrementando a medida que los niños pasan a un grado superior. Es en el hogar dónde los niños tienen que aprender a ser cívicos y educados. A ser respetuosos con las diferencias individuales. Es en el hogar dónde se tiene que ir a buscar el fracaso educativo denunciado.
¿Por qué son tantos los padres que no se comportan como educadores ejemplares? El problema no se encuentra en que no disponen de un documento acreditativo que confirme haber realizado un taller de educación parental. Estos talleres, si existen, pueden ayudar un poco, pero no son fiables porque no convierten a los asistentes en padres responsables porque no transmiten el espíritu de la paternidad genuina.
¿Qué ocurre con los padres que no saben cómo educar a sus hijos? Tienen que hacer un retroceso en la Historia y acercarse a Edén porque es allí donde se encuentra el secreto de la paternidad responsable. Antes de la Caída Adán y Eva eran árboles buenos y, como dice Jesús “no hay ningún árbol bueno que haga fruto malo”. Con la desobediencia de Adán, tanto éste como Eva se convirtieron en árboles malos. Jesús afirma: “Ningún árbol malo hace fruto bueno”. El Señor continua: “Porque cada árbol se conoce por su fruto, pues no se recolectan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6: 43-45).
Por nacimiento natural todos nacemos siendo árbol malos. Lo lógico es que demos frutos malos. Los frutos que demos pueden parecer buenos. Cuando los abrimos encontramos podredumbre en su interior. A pesar de ello no queremos reconocer nuestra condición de ser árboles malos y nos esforzamos en parezcan que son buenos. Solución: el árbol malo tiene que convertirse en bueno. ¿Es posible esta mudanza? Sí. Es posible. El nuevo nacimiento nada tiene que ver con un cambio de ideología. El ateo puede abandonar su ateísmo convirtiéndose al catolicismo o al protestantismo. Es algo parecido al perro que se le cambia el lazo. Sigue siendo el mismo perro. Su condición espiritual sigue siendo la misma: persona muerta en sus delitos y pecados. Se ha producido un cambio de imagen, pero sigue siendo un cadáver espiritual.
El nuevo nacimiento al que se refiere Jesús cuando habla con Nicodemo, eminente sabio judío, no lo entiende. “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” (Juan 3: 4). Jesús le muestra lo equivocado que está: “No te maravilles de que te dije: es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de dónde quiere, y oyes su sonido, mas no sabes de dónde viene y a dónde va, así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (vv. 7, 8).
Nicodemo sigue sin entender: “¿Cómo puede hacerse esto?” (v. 9). Para abrirle el entendimiento Jesús lo transporta al Antiguo Testamento y lo coloca en el desierto cuando su pueblo peregrinaba hacia la Tierra Prometida. Lo sitúa en una de las muchas protestas contra Dios y su siervo Moisés. “Y el pueblo habló contra Dios y contra su siervo Moisés: ¿Por qué nos has hecho salir de Egipto para que muramos en este deserto? Pues no hay ni pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (se refiere al maná que cada amanecer caía del cielo) (Números 21: 5). La respuesta de Dios a esta injustificada queja: “Y el Señor envió entre el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo, y murió mucho pueblo de Israel” (v. 6). Siempre que los hebreos se encontraban perdidos se arrepentían de cara a la galería. Dios los perdonaba y los bendecía: “Y el Señor dijo a Moisés: Hazte una serpiente de bronce y ponla al extremo de un palo, y cualquiera que fuese mordido y mire a ella, vivirá” (v. 8).
El dirigente de Israel que visitó a Jesús de noche bien seguro que conocía este punto de la historia de su pueblo, pero desconocía la trascendencia espiritual que tenía la serpiente de bronce. Jesús con su incansable paciencia le dice: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel que en Él crea, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3: 14, 15).
El primer paso que tiene que darse para nacer de nuevo, que es lo mismo que nacer del Espíritu, es creer en Jesús, el Hijo de Dios encarnado que vino al mundo para morir en la cruz para salvar al pueblo de Dios de sus pecados (v. 17). Es necesario mencionar esta doctrina de la que se habla muy poco por no decir nada: Jesús por el Espíritu Santo hace morada en el creyente: “¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 corintios 3: 1). Los padres que por la fe en Jesús se convierten en templos del Espíritu Santo, lo cual los transforma en árboles buenos que cambian el hogar en un recibidos del cielo en donde se respira el ambiente adecuado para instruir á los hijos en el camino de la justicia y se muden en ciudadanos que en vez de ser problema sean solución de los problemas sociales.
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