Decía Susan Sontang que «la fotografía es un documento social. Un instrumento propio de la clase media, a la vez celosa y meramente tolerante, curiosa e indiferente, llamado humanismo, para el cual los barrios bajos eran el decorado más seductor». El fotógrafo y su cámara son notarios de una época y de un tiempo donde en cada instantánea quedan grabadas las heridas del tiempo. Todo aquello que el ojo ve y todo aquello que la piel siente, en el silencio más absoluto. La fotografía es el testimonio mudo de una vida.
Por eso, contemplo ahora, con la fascinación que produce el encanto de una ciudad como Palermo, las fotografías de Enzo Sellerio, Letizia Battaglia, Franco Zecchin o Fabio Sgroi, entre otros, y siento en la piel el miedo y el terror, el silencio impuesto por esa ley u Omertá que se imponía en cada rincón de las calles de Palermo por una mafia cruenta a incontrolable.
Lo primero que me llama la atención de esa secuencia de fotografías expuestas sobre una pared encalada en blanco impoluto es la instantánea de Letizia Battaglia: Homicidio con matrícula en Palermo, 1977. En ella observo a un tipo caído sobre el suelo, con la cabeza apoyada y ladeada sobre el enfoscado rugoso de la fachada de un edificio. A su lado el tubo de escape de un vehículo le apunta directamente al pecho y la matrícula parece indicarnos la localidad del suceso, así como la fecha. Es sin duda alguna un asesinato cometido en las calles de esa ciudad italiana colmada de arte, en la Sicilia más temerosa de los años 70 y 80. El tipo tiene el pelo alborotado, la tez cetrina, típica del sur del Mediterráneo, patillas largas que denotan una clase baja, navajera, y en mitad de su camisa adherida al cuerpo, sucia y sudada, una mancha negra de sangre. Una manta recubre sus piernas y la mitad del cadáver insepulto, como en espera de ser testimoniado por la policía lo que, con mucha anterioridad, los habitantes de ese barrio sabían que, indefectiblemente, iba a ocurrir.
Las fotografías en blanco y negro que contemplo me trasladan a otra época. A un mundo de pobreza, de corrupción, de heroína, de jóvenes que mueren como chinches en las calles a consecuencia de las drogas; a las reivindicaciones de un Partido Comunista Italiano que se ha instilado entre las grietas de las casas de la gente pobre, y que ve morir a sus hijos, frente al enriquecimiento de la mafia, de banqueros y políticos cercanos a Democracia Cristiana que entretejen sus negocios y sus lavados de dinero negro. Palermo es, como decía Roberto Saviano, «un Estado enfermo donde ya resulta difícil distinguir la parte sana de la corrupta».
Un poco más adelante, en mi fascinado recorrido por otros mundos y otras épocas, contemplo la fotografía de una niña en el barrio árabe de la Kalsa. Una niña que, como reza el título de la imagen, nunca ha ido al colegio. Fechada en 1982. Me adentro, sin darme cuenta de ello, en una casa cochambrosa, donde comparten la misma estancia la cocina y el cuarto de baño. Una pila fracturada que sirve para lavar los platos se levanta sucia y medio derruida junto a un inodoro. Frente a ella una niña mira a cámara mientras recoge los platos con intención de colocarlos en el escurridero, como un acto instintivo, cotidiano. Una niña que atiende los quehaceres de la casa en lugar de estar en el colegio. Es el símbolo mismo de una pobreza asumida y de la que no hay forma de escapar a no ser que se tome el mal camino.
Todas y cada una de las fotografías de los artistas anteriormente mencionados nos adentran de manera entretejida en el mundo de la pobreza, en el de la mafia, de las esperanzas políticas truncadas, del asesinato como una ley imperante y difícil, muy difícil de desmadejar.
La pobreza queda reflejada a cada presión del disparador de la cámara en las fachadas desconchadas, heridas de muerte y de grietas, la ropa tendida durante varios días en los tendederos de los balcones. Las sillas en mitad de la calle a la entrada de los portales, para matar el tiempo y los días sin trabajo. La maraña de cables eléctricos que, sin legislación ni seguridad alguna, alimentan de luz los hogares para recibir sus cuotas avarientas. Observo en una de las fotografías de Franco Zecchin a una madre con cinco hijos mal vestidos que revolotean a su alrededor mientras intenta cambiar el pañal del más pequeño tumbado sobre una cama en el que dormirán cuatro personas. Una habitación de paredes enmohecidas y de la que cuelgan cuadros torcidos con imágenes de La Virgen y el niño Jesús. Siempre queda el consuelo de encomendarse a Dios. La abuela sostiene el biberón mientras la mujer mira a cámara sonriendo. Es la mueca hilarante de la gente humilde.
Y de ahí, como en un salto simple de baldosa, pasamos a recomponer el mosaico de esa ciudad del sur de Italia: Palermo años 70 y 80. Fotografías de Fabio Sgroi que vinculan la agitación de los jóvenes y su vuelco hacia el Partido Comunista. En mitad del calor sofocante siciliano una juventud que reclama mejoras sociales pero que torpemente cae en la trampa de la heroína. Que se divierte en pubs y locales nocturnos donde se confunde el amor con la bebida y las drogas. Las Vespas, la música en directo, los bailes punk y desenfrenados, camiseta de sus héroes musicales como Ramones o Metálica. E incluso algunas de esas camisetas llevan impresas tributos y enaltecimiento de la mafia. Esa misma que los condena a la adicción y a la muerte, pero que por otra parte es la que tiene la llave para salir de la miserable pobreza. Empoderada, temerosa, cruenta, insensible y sanguinaria. Tanto como lo termina por demostrar una fotografía de un gato que camina vomitando sangre. Reventado por dentro. Evitando los escombros, los cascotes y las astillas que segundos antes volaron por los aires. Una explosión ensordecedora que nos lleva de nuevo a esa ley del silencio u Omertà. A la vendetta de quien se atreve a tocar los sacrosantos negocios de la Cosa Nostra. Un atentado que acaba de matar al juez Paolo Emanuele Borsellino y cuyo único testigo es ese gato agonizante. Epílogo aterrador del anterior atentado que acabaría con la vida del juez antimafia, Giovanni Falcone, su mujer y su escolta, a manos de ese tipo corto y contrahecho, Salvatore Riina, jefe de la familia de los Corleonesi.
Fotografía de Malcoln Oliveira
Quizá, la fotografía junto con la literatura y el cine sea la mejor manera de no olvidar jamás esos años de terror, despiadados, corruptos y sangrientos. La memoria puede evitarnos caer en ellos de nuevo y mirar, para aprender, hacia el interior de nuestras fronteras: a la Línea de la Concepción, sin ir más lejos.
… Se l’occhio non si esercita, non vede. Se la pelle non tocca, non sa. Se l’uomo non immagina, si spegne… Il limone lunare di Danilo Dolci
|