En ocasiones, la vida pone piedras en nuestro camino. Como palos en las ruedas. E inesperadamente, una sobresale por encima de las demás. En las entrevistas a escritores ocurre algo parecido. La simple lectura del libro ‘La muerte en común. Sobre la dimensión intersubjetiva del morir’, escrito por Ana Carrasco-Conde, II Premio de Ensayo Eugenio Trías, publicado por Galaxia Gutenberg, coincidió con el momento en que me diagnosticaron una dolencia poco benigna. Por razones obvias, pospuse la lectura del texto. No me sentía con ánimos de perseverar en ello. Sin embargo, al mismo tiempo me propuse que, si las circunstancias lo permitían, reanudaría mis entrevistas. Y Ana Carrasco-Conde sería mi primera entrevistada. Casi tres meses después de todo aquello, las aguas parecían bajar menos turbias y determiné recuperar mi propósito. No sin un cierto miedo. Lo confieso. O asombro. O ambas cosas a la vez. Fue así como el pasado 30 de mayo, entrevisté a la filósofa manchega sobre su galardonado ensayo que, por un lado, se centra en las consecuencias de perder a alguien que te constituye como persona y, por otro, reflexiona sobre la repercusión de una muerte, cualquier muerte, en la sociedad. La mañana nos había saludado con calor, tanto en Madrid como en València, puntos extremos de nuestra charla telefónica. Pulsé el play de la grabadora. Se iluminó el piloto rojo. Y comenzamos. Una conversación llena de vida sobre la muerte y su presencia en nuestro devenir diario. No podemos obviar a la Parca, aunque tratemos de darle la espalda en un vano empeño. Una misión imposible. Algo de locos.
(Copyright de la fotografía: Begoña Rivas)
Ana, la muerte nos afecta a todos, y tú le has dedicado un ensayo de casi cuatrocientas páginas. La verdad es que el tema impone un poco. Yo misma, mientras lo escribía, hube de superar mis propias circunstancias y vivencias, pero aunque inicialmente es un libro sobre la muerte, acaba siendo un libro sobre la vida.
¿Escribir ‘La muerte en común’ es tu forma particular de acercarte a ella? Creo que, tal y como entiendo la filosofía, lo que hacemos es pensar cosas que nos inquietan o duelen. Con relación a la muerte sentía una preocupación por saber cómo abordar la pérdida y averiguar por qué tenemos miedo no tanto a nuestra propia muerte, sino a la de un ser querido. Y, a medida que investigaba, fui fortaleciéndome con la lectura de abundantes textos hasta darme cuenta de que esa pérdida tenía mucho que ver con lo que los griegos llamaban pothos, que es un echar de menos. Detrás de esa reflexión vi que el libro hablaba de la vida todo el tiempo. Si somos seres que a lo largo de nuestra existencia estamos interconectados afectivamente, en la muerte lo seguimos estando de alguna manera. Y empecé a pensar lo que significa construir tu propia identidad, siempre deudora de la de los demás. Por supuesto que pienso en la muerte, pero me fijo sobre todo en la vida. Hay que observar cómo es, con quién la compartimos y qué aportación queremos dejar a los demás.
Recientemente, leí a un filósofo que decía que su cometido actual era parecido al de un psicólogo. Atendía a personas en su consulta para orientarles en materias existenciales como la ética, el sentido de la vida, la libertad… ¿Qué opinión tienes sobre esto? Ser filósofo es una profesión necesaria, pero no me parecen nada bien ese tipo de consultorios. Las conversaciones sobre cuestiones existenciales son muy delicadas. Se trabaja con afectos, traumas y heridas y, si no lo haces bien, puedes procurar más mal que otra cosa. Por otro lado, soy muy socrática en ese sentido, considero que la filosofía tiene que ver con la vida examinada. ¿Qué significa esto? Pues que cuando vas a un psicólogo o a un consultor, lo haces porque padeces algún tipo de problema. Inicialmente, la filosofía no tiene nada que ver con todo esto. La filosofía cuestiona la vida y, a partir de ese cuestionamiento, surgen asuntos más concretos, que tienen relación con lo más personal.
Por lo que veo, la línea fronteriza que existiría entre un consultorio psicológico y otro filosófico sería muy tenue, ¿no? El psicólogo aborda un caso individual, se centra en el problema concreto de un individuo que no puede vivir con él a cuestas. Es una angustia que le impide tomar decisiones, que le paraliza, que afecta a su vida cotidiana y no le permite desenvolverse. La filosofía, sin embargo, aborda la vida examinada desde la perspectiva del nosotros. Siempre. Nunca pierde su dimensión intersubjetiva. Esa es la diferencia fundamental con la psicología.
¿Qué papel tendría que desempeñar la filosofía en la actualidad? El ser humano necesita creer en algo. Pero ahora se ha producido una usurpación. Siempre ha habido dioses y las religiones han evolucionado. Cada religión lo que ha hecho es demonizar a la anterior. Ahora nos encontramos con que el nuevo dios es la tecnología, la producción y el neoliberalismo. No hay más que recordar la pandemia. Creíamos que la tecnología nos salvaría porque, como seres humanos, somos incapaces de solucionar nuestros propios problemas y nos encomendamos a otras instancias. Lo que hace la IA es demonizar al ser humano, porque somos defectuosos, lentos, nos equivocamos y depositamos nuestra confianza en una tecnología que programamos nosotros mismos. Todas estas cosas han generado que esta sociedad teológica cada vez crea menos en el ser humano y más en la tecnología, un concepto mal entendido. Por otro lado, hemos cambiado los valores y cada vez estamos más preocupados por cubrir los objetivos, sin mirar los procesos. Directamente nos enfocamos en los resultados, sin pensar si lo que hacemos está bien o mal. Creemos que está bien, porque nos genera más producción y, si producimos más, nos sentimos menos culpables. Pero producir más nos provoca un mayor cansancio. Hay ahí un extraño desplazamiento. Hemos reemplazado la divinidad por la tecnología, pero usamos las mismas herramientas de siempre y nos sentimos igual de culpables que antes con la religión. Y me parece que deberíamos pensar en todo esto. Pero como no hay un procedimiento reflexivo, cada vez disponemos de menos herramientas para abrir grietas, destruir tópicos e inercias y cuestionar lo que es correcto y bueno. Si regresáramos a la tradición medieval nos daríamos cuenta de que ese es uno de los elementos que introduce el mal. Cuando creemos que estamos haciendo el bien, estamos haciendo el mal. Aún hay un último factor que tener presente: vivimos muy atomizados, pensamos demasiado en nosotros mismos. Si pensáramos en los demás, vivir en común nos resultaría más fácil. Pero hacemos lo contrario.
Por lo tanto, necesitamos a la filosofía más que nunca. Siempre ha sido necesaria y, si hoy lo es más que nunca, se debe al momento tremendamente inquietante que vivimos. Todos estamos cansados, saturados. No disponemos de tiempo para vivir, se nos agota. Estamos demasiado pendientes de la eficiencia y la producción, de sentirnos adecuados… Todo eso implica que la filosofía ha de empezar a actuar. Y lo primero que hemos de hacer es atrevernos a preguntar. En ese sentido, la forma de abordar la filosofía que, humildemente, he tratado de aportar con mi libro es la de ser una consolación filosófica. Pero esa consolación no tiene nada que ver con la idea de que, como filósofa, yo considere que puedo arreglar los problemas de otras personas. No, mi misión es generar un proceso de pensamiento y, si tú me quieres acompañar en él, pues, maravilloso. Y me alegraré de ayudar a los demás, pero mi trabajo no se orienta a ahuyentar el dolor, sino a saber qué significa la vida, ver lo que podemos cambiar y lo que no.
Cuando alguien muere se lleva consigo una parte nuestra a la tumba. Y en nosotros se abre un vacío que hay que tratar de reparar. Tú planteas que ese vacío no es sólo individual sino colectivo. ¿La función del duelo consiste en ayudarnos a cubrir ese hueco? Efectivamente, tenemos varias maneras de entender el dolor de la pérdida, algo que sucede cuando fallece alguien que nos importa mucho y deja un hueco en nosotros. ¿Por qué ocurre eso? Porque esa persona, con la que hemos tenido tantas vivencias en común, no es un mero acompañante y acaba incorporándose a nuestra propia identidad. Por eso, cuando desaparece el referente, el eidos como diría Platón, nos sentimos tremendamente vacíos. Y lo importante, como has dicho en tu pregunta, es que hay que tratar de reparar esa situación. Pero el problema es que, en la sociedad actual, no tratamos de reparar sino de rellenar con otra cosa y olvidar. Si se te muere un perro, te compras otro. Pero tú no puedes comprarte una abuela o un padre. Sin embargo, sí puedes regresar a tu actividad laboral a los dos días y trabajar mucho para no pensar. De esta manera el agujero que se ha creado en nosotros aumenta, crece el vacío y la tristeza.
¿Qué supone un verdadero proceso de duelo? En este punto hay que diferenciar entre dolor y duelo. Dolor es el daño que sentimos ante la pérdida. El duelo es cómo procesamos ese dolor. Y a lo largo de ese proceso nos damos cuenta de que no podemos colmar el vacío. La pérdida está ahí. Eso significa que has vivido bien, has querido a esa persona y su desaparición te genera mucho daño. Pero no hacemos un duelo individual, porque estamos muy preocupados en no pensar y le trasladamos todo el peso al dolor de la pérdida. Y ¿qué encontramos ahora? Pues que hay muchas propuestas de autoayuda, ¡qué horror! También acudimos a los textos helenísticos, pero como nos acercamos desde un punto de vista individual y el pensamiento griego es colectivo, inserto en un contexto en el que nunca se ha olvidado la dimensión comunitaria, no nos sirve. No hay que confundir la pérdida con lo perdido. Es muy injusto identificar a una persona a la que hemos querido tanto con su último momento, el del dolor. Hemos de darnos cuenta de todo lo que nos aportó durante su vida. Precisamente, eso es lo que nos ofrece la dimensión social, lo que nos da la fuerza necesaria para reconocer el vacío, asumir la ganancia que te proporcionó el fallecido y reconstruir tu vida de nuevo.
Tradicionalmente, pensamos que nuestra asistencia a las exequias fúnebres, nuestros cánticos y oraciones van dirigidas al muerto, para ayudarle a transitar hacia “la otra orilla”. Sin embargo, en ‘La muerte en común’ insistes en que el duelo debe enfocarse a los deudos. Claro, es que más que de duelo deberíamos hablar de los ritos que ayudan a que una persona pueda llevar a cabo el duelo. En el mundo antiguo, los ritos funerarios con relación al difunto iban destinados a ayudar al muerto a cruzar a la otra orilla y, en el caso romano, a evitar que regresasen en forma de divinidad maligna. Pero en el momento de la despedida, al difunto se le recolocaba también en la comunidad. Esto es importante. En nuestras sociedades actuales al difunto se le expulsa, pero sigue siendo partícipe de la sociedad de otro modo. Mientras me documentaba, leí que en Atenas las personas que querían participar de la vida política tenían que acreditar que seguían ocupándose de su familia, tanto de los vivos como de los muertos. Lo mismo sucedía en la cultura romana. Es algo que hay que tener en cuenta. El difunto sigue formando parte de la familia. Respecto a la última parte de tu pregunta, hay que decir que esos ritos van dirigidos a los dolientes. En el libro utilizo la línea musical de las nanas, porque de lo que se trataba era de ayudar a la familia para que reconstruyese su vida de otro modo, sin olvidar a la comunidad. Si había un problema a título individual también lo había a nivel familiar. Y la familia del difunto, con sus dolencias, también producía un desequilibro en la sociedad. De ahí la importancia de los ritos y de la ayuda que prestan.
Las sociedades actuales no creemos en el otro lado, pero podemos aceptar que el muerto sigue estando presente. A nivel familiar precisamos un tiempo de acompañamiento, en el que no abandonemos nunca la dimensión de la comunidad para transformar ese dolor y reconstruir nuestra vida y, también, para que la sociedad pueda reactivar su capacidad de reconocimiento del dolor de sus miembros. No hay nada peor en el mundo que el hecho de que alguien niegue a nadie el derecho a sentir dolor por la pérdida de un ser querido. Y, por desgracia, eso sucede a menudo.
La música desempeña un papel destacado dentro del ritual funerario. En el libro citas los réquiems de Mozart y de Fauré, así como otras piezas fúnebres de Mahler o de Brahms. ¿En la actualidad se componen partituras con finalidad funeraria? En realidad, sí que hay música para acompañar la pérdida, pero la escuchamos de una manera distinta. Habitualmente se trata de música pop. Pero entiendo que en tu pregunta te refieres a música sacra clásica. Hasta donde yo sé, además de la música compuesta durante los siglos XVII, XVIII y XIX, disponemos de los réquiems de Ligeti o Karl Jenkins, este último concebido en tonos mayores más sublimadores. La música es un elemento muy importante, tiene algo de especial, te abre la sensibilidad y hace que sientas que formas parte de algo más grande. La Iglesia siempre ha sido muy lista y, aunque soy atea, me encanta visitar templos. Me gusta mucho la música religiosa porque, mezclada con la luz y los colores de las vidrieras, produce un efecto maravilloso. Cuando escuchas ese tipo de música, sientes una cierta trascendencia, que la Iglesia emplea como parte del vínculo con Dios. Sin embargo, si suprimimos el componente religioso, tu yo desaparece y la música hace que nos sintamos conectados con algo más grande. Y justo eso es lo que sucedía en los rituales. Has perdido algo, pero formas parte de una comunidad que te recoge, abraza y acuna. Gracias a eso puedes salir de la tonalidad en re menor, que es más triste, para llegar a la de re mayor que tiene cosas maravillosas. Es lo que ocurre con el Réquiem de Mozart y el de Fauré o la famosa Nänie de Brahms. La música recoge el sentimiento en tonalidades bajas y, poco a poco, consigue que el dolor se acompase con los ritmos y la sensibilidad de una melodía que permite salir de ahí e intentar la reconstrucción.
A pesar de que tampoco soy creyente, no me gusta olvidarme de la muerte. Cada Miércoles de Ceniza procuro entrar en un templo para que me la impongan y recordar que «polvo somos y en polvo nos convertiremos», aunque ahora el sacerdote pronuncia otras palabras. No sólo tenemos miedo a la muerte. También la negamos. Y en esa negación ocurre una paradoja. Continuamente luchamos para ser inmortales. Practicamos un transhumanismo que pretende convertir al ser humano en una especie de máquina que lo aguanta todo. La lucha contra el envejecimiento, en el fondo, es un intento de prolongar la vida pensando que, de alguna manera, podemos vencer a la muerte. Pero la muerte siempre gana. De hecho, nos llamamos a nosotros mismos seres mortales [risas]. Y cuanto más huimos de la muerte, cuanto más pensamos en ser jóvenes siempre y mantenernos activos para exhibir nuestra energía, más nos convertimos en muertos vivientes. Hegel afirmaba que «la muerte cuanto más se niega, más fuerza tiene». No podemos hacer nada contra ella. Y no tiene cara. En el mundo medieval había representaciones de la muerte, pero ¿cuál es su retrato hoy? Seguimos usando la imagen del mundo antiguo, la del monje con la guadaña. Como no nos enfrentamos a la muerte, no pensamos en ella y como vivimos pendientes de negar nuestra mortalidad, dejamos de vivir, de pensar en nuestra vida afectiva, de relacionarnos con los demás… Hemos de trabajar dieciséis horas diarias y no nos paramos a vivir. Por eso decía que había una paradoja: negamos la muerte, intentamos obturar la herida, pero al mismo tiempo nos cargamos de más tristeza, eso que he llamado pothos al principio de nuestra conversación, una añoranza relacionada con la nada y el vacío. Abrazamos la nada y el vacío, en lugar de abrazar la presencia real que nos aportan las personas. ¿Qué triste, no?
Martín de Alpartil, un clérigo aragonés que vivió a caballo de los siglos XIV y XV, al referirse al fallecimiento de alguien, escribe que con su muerte el difunto «cumple la parte final del compromiso que cada persona asume al nacer». Se nos olvida ese compromiso… Es cierto que cuando nacemos ya sabemos que hemos de morir, por supuesto. El filósofo Martin Heidegger afirmaba que somos seres para la muerte. Es su manera de expresar lo mismo que Alpartil. Es una frase real y, a la vez, muy ceniza. Hanna Arendt, discípula suya, decía que somos seres natales y mortales, que tenemos todo el camino por delante. Yo pienso que somos natales y mortales, pero también el camino, el vivir… Realmente la vida es un verbo, no un sustantivo. Un verbo que se conjuga permanentemente, estamos viviendo, y que tiene que ver con el camino que construimos cada mañana. No podemos centrarnos tanto en el nacimiento y la muerte, pero hemos de ser conscientes de la muerte para vivir plenamente.
El camino es lo que importa, el viaje, el recorrido, las aportaciones… En su libro ‘Ser y tiempo’, Heidegger explica lo que significa finalizar o cesar o cumplir la vida. Afirma que no podemos decir que, al morir, un ser humano ha finalizado o ha cesado. Él intenta buscar otras palabras equivalentes y yo le he dado la vuelta y he pensado que, si no podemos decir que un ser humano cesa, es porque no cesa y no lo hace porque todo ese proceso, ese camino, sigue siendo conjugado a través de los demás. Me parece importante recuperar ese pensamiento. La idea del libro es reconocer un poco la presencia de la muerte y aceptarla. Vamos a tratar de combatir lo que significa el sufrimiento. La vida es un proceso y esa es la clave. Y sí, aceptamos la muerte, pero para vivir la vida.
El escritor Sánchez Dragó dormía siestas en un ataúd, según él para acostumbrarse. ¿Un ser humano puede prepararse para su último viaje? Bueno, aceptar la muerte no significa que no te cueste hacerlo, que no tengas miedo. No voy a ser como Anaximandro, que afirmaba que su hijo murió porque lo había concebido mortal y a otra cosa mariposa. No, lo que me parece importante es aceptar el dolor y el miedo, algo normal y natural, pero cuanto más plenamente hemos vivido y mejores aportaciones hemos hecho a la vida de los demás, mejor nos sentimos. Vamos a morir, sí, pero ¿cuál es la forma de afrontar la muerte? Yo nunca me metería en un ataúd, pero no lo haría porque la imagen no sólo es macabra, sino porque muestra la idea de un ser humano solo, encerrado en una caja. La muerte y la vida no son eso. Tú no vives dentro de una caja, vives con los demás. La preparación para la muerte ha de cimentarse justamente en tus aportaciones a la vida. Cuanto más hayas hecho por ti y por sus semejantes, más preparado estarás para marcharte. Hay que abrir la caja, conectarse con los demás.
¿En algún momento te planteaste la posibilidad de escribir ‘La muerte en común’ bajo el prisma de la ficción? ¡Uf! Este libro posee elementos especiales. Uno de ellos es que el índice es una poesía. Yo escribo poesía, aunque aún no me he atrevido a publicar. Pero con eso sí me atreví. Me pareció que era el momento adecuado. Y no me planteé hacer nada de ficción porque me parece muy difícil. Es complicado explicar todo este tipo de cosas a través de la ficción. Creo que hay que poseer un talento especial para ello. Alguna vez he pensado en escribir alguna novela, pero aún no he dado el paso.
Terminamos: ¿la forma en que enterramos a nuestros muertos actualmente nos retrata como sociedad? Sí, lamentablemente nos define. Un observador imparcial, ajeno a todo, pensaría que tenemos una existencia muy extraña, en la que intentamos vivir de una manera que no nos corresponde, siguiendo unos ritmos que no son humanos. Tratamos de llevar una vida maquínica, en la que cada vez necesitemos menos descansar, dormir y disfrutar los fines de semana. Si no podemos seguir trabajando nos tomamos café o una pastilla para combatir el sueño. Los ritmos de la vida son biológicos y nuestros procesos lentos. Somos seres de proceso y precisamos de un tiempo. Pero no vivimos conforme a todo eso, vivimos al compás de una máquina de producción, un ritmo que, por definición, no podemos cumplir sin rompernos. No nos cuidamos, lo que nos convierte en una sociedad tremendamente moribunda, y huimos de nosotros mismos, como si estuviéramos demonizados, para alcanzar el ideal de que podemos con todo. El ser humano debe aprender a aceptar su vulnerabilidad.
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