Con qué suerte de encantos cuenta la Preysler para enamorar así de fuerte a un tipo
prudente y discreto como el escritor Vargas Llosa, es la pregunta que nos formulamos
todos aquellos que barajábamos la idea preconcebida de que el autor de “La ciudad y los
perros”, su primera novela, o de “Cinco esquinas”, la última, por poner sólo dos títulos
de las veintitantas que ha publicado hasta ahora, no era de esos que se deja llevar por
impulsos más propios de un joven barbilampiño que de un señor hecho y derecho. Pero
lo cierto es que se le ve la mar de feliz luciendo el palmito en las páginas de papel cuché
de la revista Hola, de la mano de la ex de Griñón y de Julio Iglesias por las paradisíacas
playas del sudeste asiático.
No es el primer octogenario con pedigrí literario, ni tampoco va a ser el último, que se
enamora a una edad poco común. Cela no tenía más que setenta y cinco cuando se casó
con Castaño, su segunda esposa, más conocida en los mentideros discordes con esa
unión, pero sobre todo con la propia periodista gallega, como Marina mercante. Claro
está que la diferencia de edad entre los dos cónyuges tampoco tiene nada que ver con la
que separa a Isabel de Jorge Mario: si en el caso de la segunda pareja media entre ellos
poco menos de quince años, en el de la primera había algo más de cuarenta, o lo que es
lo mismo, lo comido por lo servido.
Otro que se dio el lujo fue Alberto Moravia, y antes que él Jorge Luis Borges, ambos
dos seducidos por jovencitas que estaban dando sus primeros pasos en el mundo de la
literatura, y que si no se pegaron más al rebufo de sus insignes parejas -cosa que no
pongo en duda- fue porque sencillamente no les dio la real gana. De Moravia cabía
esperar cualquier cosa relacionada con el sexo opuesto, también es cierto, no en vano
Leal lo tacha de mujeriego, selectivo eso sí, pero mujeriego al fin y al cabo; algo que no
sucede por el contrario con Borges, tan vinculado a su madre que, previo a su unión con
la escritora y filóloga -de ascendencia nipona por parte de padre- María Kodama,
cualquiera hubiese apostado por la castidad sempiterna del gran escritor argentino; al
que por cierto, dicho sea de paso pero sin acritud ninguna, se le negó desde siempre el
Nobel incluso a pesar de ser el autor sudamericano de su generación y posteriores que, a
mi humilde entender, más se lo mereciese.
Pero centrémonos en el escritor hispano-peruano, más bien poco o nada acostumbrado a
mostrarse relajado ante las cámaras de los incansables paparazi sin más reclamo que su
egregia figura y una sincera y amable sonrisa de oreja a oreja, como por el contario sí lo
está su compañera Isabel. Sin embargo, lejos de representar un hándicap para el
miembro masculino de la pareja como presumíamos, más bien poco sí lo está el
femenino, parece que el que un día fuese candidato a presidente de su país de origen
también se siente en estas lides como pez en el agua.
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