Andamos, en el contexto de estos días, a vueltas con la democracia, ese concepto ajado, vociferado y reclamado. La pensó Churchill como “el peor de los sistemas exceptuando todos los demás”, lo que, en román paladino, supone estimarla como el menos malo de los regímenes, que no destaca por sus límpidas virtudes sino por excluir a otras formas de gobierno mucho más execrables.
En efecto, no es la democracia una noción, o una práctica política, que, a la manera platónica, haya de ser distinguida como idea pura, en el Olimpo de las perfecciones, para constituir un modelo al que intenten acercarse las democracias reales. Tampoco puede ser adjetivada (orgánica, popular, verdadera, directa….), pues desaparece como tal desde el mismo instante en que se añade el calificativo. No se trata, en sentido estricto, del gobierno del pueblo, aunque su etimología parezca apuntarlo, pues no existe el pueblo como singular colectivo, sino como concepto metafísico, utilizado con frecuencia para justificar atrocidades.
Se podría afirmar, por otra parte, que la democracia es, sobre todo, pluralismo y que además se nutre de la división de poderes o, al menos, de una cierta dosis de la misma. Pluralismo significa aceptar a los otros, poniendo por delante la evitación del Mal (totalitarismo o dictaduras varias) y renunciando a imponer a esos otros lo que consideramos, desde nuestra subjetividad política, el Bien.
Así pues, la democracia realmente existente, al margen de fabulaciones y delirios, sería comparable a una plaza o ágora que todos compartiéramos y en la que todos renunciáramos a imponer nuestro color, si hubiera que pintarla, o nuestro mobiliario, si hubiera que amueblarla o decorarla, pues lo trascendental radicaría en la conservación de su carácter compartido. Eso es el pluralismo. Por lo contrario, si una parte de nosotros considera que su color preferido, o su mobiliario, son mejores para todos, lo quieran o no, o se niega el derecho a la existencia oficial de quienes no sostengan la misma idea, fenece ese pluralismo y, con él, la democracia. Y lo que viene después es ya otra cosa, igual del gusto de algunos, pero no concordante con la democracia, sino opuesta a la misma. Se puede llegar a esa otra cosa, que no nombraremos, por distintos caminos, uno de los cuales es la denominada oclocracia.
Polibio la consideró como tiranía de la muchedumbre y como la mayor degeneración de la democracia. Felipe Debasa, profesor de Historia Contemporánea en la universidad Rey Juan Carlos, en un artículo y entrevista publicado por la Web de MUDIMA (1), en marzo de 2020, desvelaba su preocupación con la ruptura de las reglas del juego democrático: “Desde esta tribuna aprovecho para decir que hace falta potenciar la cultura democrática que enseñe a los más pequeños y desde las edades más cortas que en democracia no todo vale. A mis estudiantes les pregunto ¿Quién gana la liga de fútbol, el que mete más goles o el que tiene más puntos? ¿Os imagináis que cuando termina la temporada de fútbol algún equipo protestara contra el sistema de puntos y goles? No, ¿verdad? Eso es porque existe una cultura de respeto a las reglas del futbol”.
El párrafo anterior define bastante bien el peligro de romper con las reglas del juego. Es un aspecto de esa posible oclocracia en curso, pues la expresión gobierno de la muchedumbre esconde, en realidad, una alusión al gobierno de los peores, como oposición a la aristocracia o poder de los mejores.
Dejó dicho Thomas Carlyle: “yo no creo en la sabiduría colectiva de la ignorancia individual”. De ahí la importancia de los filtros, de las instituciones, de las leyes y de los jueces independientes para que la democracia como convivencia, la del ágora compartida, funcione y se mantenga. Se trata de poner frenos a la oclocracia en ascenso. No será fácil. ------------
(1) https://www.udima.es/es/articulo-y-entrevista-a-felipe-debasa-coronavirus-analisis.html
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