“Por favor, que soy mayor”, decía el señor. Pero la gente le seguía increpando. Era un día como cualquier otro. Era un día caluroso de agosto. Uno de esos días cogí el bus 51 para ir a trabajar. Pasé mi bono bus por la máquina y como siempre, me fui a sentar al fondo del vehículo. Al lado de una de las salidas había un anciano de pie con atuendo árabe al que la gente le estaba reprendiendo. Él se defendía arguyendo que era mayor. Me acerqué a una de las señoras que reñía al anciano y le pregunté que por qué le regañaban. Ésta me respondió porque se estaba hurgando en los dientes con un palillo, se sacaba los restos de comida que tuviera en ellos, los miraba y después lo arrojaba al suelo. La gente le decía que en España eso no se hacía. Que era una falta de consideración al público ya que era una acción repulsiva. El señor no hablaba muy bien el castellano. Lo único que se le entendía era:” Por favor, que soy mayor”. Él se defendía apretando su espalda contra la pared. Volví a sentarme en mi sitio pensando en que quizás en su país de origen eso fuera normal. O que a los ancianos se les respeta tanto, que nadie se hubiese atrevido a llamarle la atención por hacer una cosa así en público. En fin, pensé que la vejez no puede ser un ariete que derribe las normas de convivencia del país en el que vives. Un poco más adelante, el abuelo se bajó del bus y todo quedó ahí.
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