El 24 de septiembre se cumplen ochenta y un años del nacimiento del escritor italiano. Periodista y profesor universitario, amante de Portugal y ferviente seguidor de Fernando Pessoa. Recibió en 1994 el Premio Campiello por su obra Sostiene Pereira. En España, en el año 2004, recibió el Premio Cerecedo de periodismo a su trayectoria y en defensa de la libertad de expresión.
Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. En esa vieja casa de Vecchiano donde pasó su infancia. Pensativo. Bajo una mirada entre miope y soñadora, tras las lentes con montura de alambre. Leía un libro de Céline, apasionado por sus infamias, su esencia nefanda y repugnante en el continuo descenso a los infiernos. Fascinado por adentrarse en ese repliegue oscuro del alma humana donde solo van a caer, como en un pozo con cieno, los débiles, los perdedores. No obstante, en el desbordante desorden de su mesa de trabajo, con folios escritos, llenos de tachaduras, con bolígrafos de tinta escasa y un par de enciclopedias, podía descubrirse libros a medio leer o que habían sido rescatados de recuerdos imprecisos en su relectura. Libros de Mauriac, Italo Calvino, Samuel Beckett y Kafka, entre muchos otros. Ahora en la soledad de su retiro literario, tiene abierto un cuaderno de tapas negras. Es uno de esos viejos cuadernos que ya no se fabrican y que ha de pedirlos expresamente a una papelería de Pisa, último reducto de aquellas tiendas tradicionales, hoy prácticamente extinguidas por el apetito voraz de las grandes superficies. De pronto agita la pluma y, como en un impulso repentino, deja que la inspiración vomite atropelladamente las perversidades de su capricho. Porque, sostiene Pereira, que aquel profesor de literatura portuguesa, enamorado de Pessoa, sigue apegado a la concepción romántica de la escritura, al impulso emotivo del corazón. Ha rechazado el metodismo maniático de Flaubert, para dejarse embriagar por las danzas gitanas y mal vestidas, por las casualidades de la vida y su implícito misterio. Quiere dejarse llevar por el torrente de lo imprevisible, por el juego violento de contrastes entre la luz y la oscuridad, por esa mirada cruda de Caravaggio o del beato Angélico, que nos conducirá a descubrir la ira y la blasfemia por medio del tenebrismo. Todo ello, imantado por ese hechizo de la vida que no somos capaces de comprender y que, sin embargo, estamos abocados a afrontar. Sostiene Pereira que, al contrario que él, católico y practicante, aquel hombre nacido en la Toscana italiana dice ser laico. Sin embargo, hay algo que en su diferencia de ideas los une, ya que, en el trazo reivindicador de su tinta, se intuye el lamento por la pérdida de los valores morales en el hombre contemporáneo. Llora la incoherencia de una vida sin sentido, la desesperanza de una consciencia angustiada que ha incubado el malestar y la zozobra para enterrar, entre la maleza, la ética y los principios.
Sostiene Pereira que, como él, aquel hombre está preocupado por la muerte, no de forma temerosa, pero sí por la indecisión mortificante de no saber si podrá o no responder en el momento álgido de la meta. En la pregunta final que todos nos hacemos y que nos interroga sobre cuál ha sido el sentido de nuestra vida, cuál ha sido la utilidad de nuestro pasado, de nuestra historia ante la propia conciencia. Y por eso, ante los ojos exigentes de la juventud y su ingenua vitalidad, percibe la hiriente necesidad de un compromiso humano. De un sacrificio que expulse del interior de un cuerpo envejecido y grasiento las secuelas de su conformismo y su inactividad, para mostrar la irrupción arriesgada de la solidaridad con los débiles, con todo lo que ello comporta de indignación. Acercarse así a la integridad, la única manera posible de disipar esa neblina espesa de incertidumbre y confusión. Sostiene Pereira que esa limpieza de tumores fermentados en la hipocresía y el abuso, que esa purificación de la conciencia tiene un riesgo muy alto, pues el poder, además de ser influyente, es iracundo y vengativo, ya que tiene rostro, como cada uno de nosotros.Y en la menor mueca contrariada ante él, cualquiera puede pasar a convertirse en perseguido.Se verá obligado a huir, recoger con premura todos los útiles, todos los recuerdos, y echar el último vistazo para contemplar con nostalgia la belleza de lo que se abandona, el encanto bohemio de su ciudad, de su país, hoy en día en manos del salazarismo, por haber apostado por la honradez.
Sostiene Pereira que aquel hombre grueso, con bolsas bajo los ojos y un pasaporte falso en el bolsillo, aquel hombre que espera impaciente en la estación la llegada del Lisboa, con sus manos inquietas y nerviosas producido por una tensión a la que no está acostumbrado, no es él. Es la figura real de su creador y la ficción inderruible de un sueño. Aquel hombre que espera con la chaqueta sobre el brazo y con un libro de Céline en el bolsillo se llama Antonio Tabucchi, y el sueño, su sueño, no es otro que la evocación de la integridad a través de una literatura inolvidable.
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