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​La guerra a muerte entre diferentes identidades culturales

Ser yo no es tan sencillo y no solo depende de la voluntad de ser lo que quiera ser
Armando B. Ginés
sábado, 28 de septiembre de 2024, 08:16 h (CET)

Yo soy yo. Quizás la tautología sea tanto como no decir nada. O, tal vez, a buen entendedor con pocas palabras basten.


Desde que la posmodernidad parida por los filósofos franceses vino a decir que todo era texto y el texto por sí mismo era interpretable, esto es, que el texto era discurso narrativo que cada uno hacía suyo a su manera, la eclosión de diversas identidades grupales formaron un vasto mercado para que cada uno vendiera su yo como esencia de lo que era o quería ser.


El neoliberalismo capitalista hizo suya esta filosofía fragmentaria una vez que el socialismo real de la URSS y países de su órbita implosionaron y el capitalismo más o menos salvaje quedó como la única alternativa ideológica de la globalidad.


El mensaje fue seductor: ya no era necesario recurrir a grandes relatos para alcanzar la cima del yo, del éxito personal y egoísta, en definitiva. Con acumular experiencias sería suficiente. Sin embargo, apareció como un fantasma muy real la precariedad laboral y vital: los despidos masivos y la retirada paulatina del estado del bienestar, los contratos basura, la sanidad desguazada, la educación a precios prohibitivos y la vivienda una quimera casi inalcanzable, ya fuera en propiedad o alquiler. En suma, lo material seguía definiendo la vida de la clase trabajadora, ya inexistente, porque todos somos clase media, con mayor o menor fortuna, o sea, emprendedores y explotadores de sí mismos.


Los conceptos de mujer, gay, lesbiana, trans o asexual, negritud o etnicidad, ecologismo, lengua propia y multitud de nuevas o viejas identidades competían unas contra otras (y continúan haciéndolo) para lograr adhesiones de la gente a su causa. Qué duda cabe que el feminismo, las identidades de género y las orientaciones sexuales, el antirracismo y la lucha por usar tu propia lengua materna son combates más que necesarios en la sociedad capitalista. Estas luchas simbólicas, culturales y de representatividad real por derechos civiles y por la igualdad han abierto cauces benefactores y grietas en el patriarcado y en los prejuicios de las sociedades capitalistas.


No se trata de detener ese proceso emancipador. Sucede que muchas de esas luchas han sido utilizadas cultural e ideológicamente por el neoliberalismo en su favor, desvirtuando su profundo significado progresista de izquierdas.


Las identidades luchan entre sí por conquistar su espacio social y mediático, perdiendo, en la mayoría de las ocasiones, una perspectiva común de transformación del sistema neoliberal. Todas las identidades son causas justas y tienen razones para reivindicar derechos y representatividad. No obstante, en el proceso de lucha y de institucionalización muchas se han convertido en pura mercancía del supermercado de ideas de la globalización. Mucho activismo, pero magros resultados materiales.


Veamos el panorama actual: ascenso vertiginoso de formaciones fascistas, privatizaciones crecientes de lo público, acceso a la vivienda por las nubes, sanidad en caída libre, educación en manos particulares y credos religiosos multinacionales. La vida es más cara y más precaria para la clase trabajadora. La evidencia es incontestable.


Hemos dicho clase y ahí queríamos llegar. Falta clase a la clase trabajadora. Ese es el nexo de unión entre todas las personas asalariadas, incluso la de aquellas que se consideran clase media para evadirse del estigma del currante puro y duro.


Puedo escribir con el lenguaje más inclusivo del mundo. Puedo casarme con una persona del mismo sexo. Puedo exigir que mi piel o acento no sean motivo de discriminación. Y así todo. Son logros extraordinarios, pero forman parte de la superestructura simbólica porque el machismo, el racismo y la homofobia siguen campando a sus anchas. De ahí beben las ultraderechas, de los prejuicios a flor de piel de tantas identidades aisladas en el yo de mi sacrosanta e inmaculada identidad.


Hace falta recuperar el sentido de clase. Las elites y los grandes propietarios sí la tienen y la ejercen siempre. Eso sí, pueden utilizar esos sentimientos o emociones identitarias para lavar su imagen. Las identidades en sí mismas no atacan su estatus, ni sus privilegios históricos, ni sus beneficios empresariales.


El capital sigue explotando la fuerza de trabajo, da lo mismo que sea cualificado o no. Cuando hay que despedir se despide igual al trabajador apolítico y/o no sindicado y al sindicado, politizado y con conciencia de clase. La clase dominante no distingue entre unos y otros sino en plusvalías que puede extraer de otros y unos.


Lo material se impone siempre. Entonces las identidades solipsistas e irredentas que no atienden nada más que a su lucha particular, se quedan en cueros vivos, anques sus luchas, reivindicaciones y propuestas, repitámoslo hasta la saciedad, sean más que justas.


Hablamos de eficacia política y de clase, de saber la posición de cada cual en el organigrama del sistema capitalista. De unir combates singulares en un proyecto común. De hacer clase y comunidad.


Hay que tener mucho cuidado en ensalzar situaciones contradictorias como logros positivos de la identidad: que Merkel o Thatcher hayan llegado a ser primeras ministras de Alemania y Reino Unido respectivamente no es feminismo sin más, que Obama alcanzara la Casa Blanca no es la victoria definitiva del antirracismo y de la igualdad real entre negros y blancos, que Giorgio Armani se haya declarado gay o que Jennifer Pritzker esté considerada la mujer trans más rica del mundo (60 empresas en el sector militar y sanitario) no son hitos ni ejemplos de la integración real en plena igualdad de derechos de la inmensa mayoría de mujeres, negros, homosexuales y personas transgénero. Cabría señalar algo similar con algunas personas con discapacidad física o intelectual de éxito e incluso con la aversión compulsiva a los pobres o indigentes en general.


En la cúspide social no se notan tanto el machismo, el racismo, la homofobia y las transfobia. Las personas de arriba pueden ser lo que quieran ser. Los de abajo son los que sufren en sus propias carnes las violaciones, discriminaciones y abusos de todo tipo. Es una cuestión de identidad... y de clase.


Ser yo no es tan sencillo y no solo depende de la voluntad de ser lo que quiera ser. Yo es un concepto social que no es nada sin la otredad. Competir en el mercado de las identidades sin conciencia de clase es regalar la hegemonía a las elites capitalistas. Así nos va. Así lava sus trapos sucios el neoliberalismo: aparentando ser feminista, antirracista, ecologista y no homófobo porque de esta manera su poder queda intacto y su imagen sale de la explotación laboral encubierta limpia, aromática y bien aseada.

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