Hay circunstancias que provocan, inesperadamente, la activación del cerebro. Una parte de la memoria que parecía adormecida, o más bien enterrada en polvo y lodo por lo que pudo significar. Un hecho que salió en los noticiarios y en el que algunos «elegidos» tuvieron la deshonra de convertir en verdugo a la propia víctima.
Es la imagen de una joven, una chiquilla de veintitrés o veinticuatro años, que accede por el umbral de una puerta de artesonado castellano, con las manos temblorosas. Intenta buscar entre sus propios dedos la forma de asirse a algo. Busca un punto de apoyo en el vacío antes de dar el paso hacia esa vorágine cruenta y cobarde en la que está a punto de sumergirse. No sabe como colocar sus propias manos y estira las mangas de la chaqueta para cubrirlas. Es una chaqueta de lana vieja y tono oscuro, entre marrón y ceniza, que la cubre el cuerpo y que va a juego con la palidez demacrada de su cara. Una lividez que hace reconocible en su rostro todo lo que le ha pasado y lo que le ha venido sucediendo desde que tomó la decisión de plantarse. Ese rostro demacrado es el espejo de una salud que se ha ido diluyendo al igual que su sonrisa y sus ganas de vivir… con tan solo veintitrés o veinticuatro años.
Pero ahora, justo antes de ponerse delante de los micrófonos, unos segundos antes de iniciar su rueda de prensa, un suspiro de liberación le ha salido espontáneamente del interior de su cuerpo anémico. Un destello se ha vislumbrado en sus ojos porque, por fin, va a romper con todo ese grasiento pasado en el que se ha visto envuelta. Ya no le importan las consecuencias. Se ha armado de valor, apoyada por unos «pocos hombres buenos», y ha decidido vivir.
No importa su voz temblorosa a punto de caer en el llanto, lo que importa es que ha sido capaz de librarse de esa casaca maloliente que envolvía su vida y que la aprisionaba hasta convertirla en un despojo. Lo único que le atañe ahora es que va a ser capaz de romper con todas aquellas costuras de una sociedad abyecta configurada por telarañas de vejaciones y coacciones, tanto a ella como a su familia.
Ha tomado la decisión de denunciar y hacerlo público, aunque las consecuencias de esa denuncia signifiquen más mentiras con respecto a su persona, más amenazas y más miedo. Se lo debe a todas las mujeres que pueden estar pasando una situación tan terrible como la que ella ha vivido. Y sobre todo se lo debe a sí misma. En honor a su propia dignidad. «Mi dignidad es lo que me ha dado la fortaleza de estar aquí», ha dicho.
Es el año 2001 y Nevenka, que así se llama esa joven, ha tomado la decisión de denunciar a su acosador, el alcalde de Ponferrada. Vuelvo a ver las imágenes en televisión, y todavía, veinte años después, no salgo de mi asombro al ver a una muchedumbre que sale a la calle, supuestamente convocados por un signo político, como becerros histéricos a apoyar a un alcalde acosador condenado por la justicia. Es el retrato de una sociedad podrida, dominada por el poder y el machismo, donde los crímenes se achacaban, no a quienes los cometía, sino a quienes han tenido el infortunio de padecerlo y han tenido el valor de denunciarlo.
Veo de nuevo las imágenes, gracias a la película de Icíar Bollaín, y siento vergüenza ajena por la soledad en la que aquella chica se vio condenada por el deseo sexual de un alcalde repulsivo que se creía todopoderoso. Pero me duele más aún cuando contemplo la inquina absurda de una sociedad torpe y manipulada. Confundida por el poder político y sus lazos sépticos con determinados brazos de la justicia y de la opinión pública.
Tipos de actitud detestable como el fiscal García Ancos que se convirtió, en el juicio, en la viva imagen de un acosador que presiona a la víctima en lugar de al acusado. Que pretende acorralar a una persona cuya emotividad está destrozada por todo lo sucedido y que, ante los ojos de los demás, parece que es ella la que está siendo juzgada por no plegarse a los deseos abyectos de su acosador.
En cierta manera, fue gracias a este tosco y rancio individuo, cuya pretensión no era otra que ponerse del lado del poder y pisotear la poca dignidad que quedaba en el cuerpo demacrado de Nevenka, que saltara la indignación de un hombre justo y valiente. La del juez, que interrumpió el zafio ataque del fiscal para recordarle que aquella muchacha no era la acusada, sino la víctima.
Ese rancio fiscal, de olor a tabaco negro, ayudó a visibilizar la España inculta e injusta en la que vivíamos. La mentalidad obsoleta, machista y oscura de tantas personas de vital importancia. La consecuencia no fue otra que el fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia tomara la decisión de apartar del caso a aquel sombrío individuo. Un enorme paso para empezar a limpiar la basura. Pero quizá, lo más doloroso de todo fue que, ese Partido Popular, al que Nevenka representaba como concejala en el ayuntamiento de Ponferrada, le diera la espalda con total menosprecio. «Nadie, absolutamente nadie, durante este calvario, me ha ofrecido un mínimo gesto de comprensión. No he tenido ni una sola llamada. Nadie se ha interesado por mí, ni antes ni después de la condena. Me he sentido y me siento totalmente abandonada por el Partido Popular», diría aquella joven tras ser condenado por acoso Ismael Álvarez, el alcalde de Ponferrada.
Nadie de los dirigentes locales, regionales y nacionales bajo el pendón del macho alfa, José María Aznar, fue capaz de tener el valor de sacar la cabeza para hacer prevalecer la verdad y la justicia. Y, sin embargo, sí fueron capaces de salir a aplaudir la dimisión del alcalde acosador como si eso fuera un gesto de valor político.
¿Qué dirían ahora, veinte años después de la vergüenza, personas tan estiradas y refinadas como Ana Botella sobre la buena conducta del alcalde de Ponferrada? ¿Qué dirían ahora tipos de pluma y lengua afilada como Alfonso Ussía, Alfonso Rojo y Luis del Olmo? Probablemente lo mismo, porque hay quienes piensan que estar cerca, o poseer el poder, conlleva la pérdida de dignidad, sin ningún tipo de remilgo. Precisamente, esa misma dignidad que Nevenka se negó a sepultar para siempre. «Hablar, me salvó la vida».
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